lunes, 17 de septiembre de 2012

Carta de desamor


Amor,

Esta es la última vez que te llamo así. Ha pasado tanto tiempo desde que nos volvimos a encontrar aquella noche a la puerta de un bar. No me veo capaz de comprender que nunca más estarás aquí, a mi lado. Te escribo para sentirte cerca, un poco al menos, para intentar volver a percibir esos hilos invisibles que nos han unido tanto tiempo. Nos hemos peleado tantas veces… Pero cuando te marchabas dando un portazo asegurándome que lo nuestro se había acabado, que ibas a romper con todo, no te creía. No porque no estuvieras realmente enfadado o desilusionado o decidido, sino porque al cerrarse la puerta aún continuaba sintiéndote mío. Me tiraba en el sofá y cuando cerraba los párpados para intentar relajarme te notaba, sabía que esos hilos, tan finos, delicados y casi invisibles que nos unían de esa manera tan poderosa, seguían intactos. Se balanceaban movidos por un viento que los amenazaba, como una tela de araña soportando una tormenta, pero no estaban rotos. Sin embargo, hoy, cuando he cerrado los ojos cansada de llorarte, me he dado cuenta de que no sentía nada. Nos hemos encargado de estirarlos tanto que no han soportado más nuestras tensiones. Te has ido tú, has dado el primer  paso, pero también podría haber sido yo. Y nada habría sido diferente. Nos hemos querido tanto. Tal vez aún nos queramos, por hábito, por costumbre, por necesidad, por miedo, por comodidad. Sí, ese ha sido nuestro amor de los últimos tiempos. Nos ha unido el miedo a la soledad y la cobardía. Y ese amor nos ha hecho mucho daño. Con lo que yo te he querido, tanto que me costaba respirar cuando me preocupaba por ti. Tanto que me ponía a llorar como una tonta cuando en broma me preguntabas que haría yo si tú te murieras, y me enfadaba y te pegaba en el brazo y tú me cogías fuerte, haciéndome un poco de daño, como siempre, para besarme en los labios y detrás de la oreja. Te echaré de menos, al menos a ese tú que se ha ido escapando de tu cuerpo poco a poco, con cada desencuentro, con cada decepción, con cada renuncia, con cada negativa, con cada silencio irrompible disimulado con las voces que salían de la maldita televisión. A lo mejor no somos tan culpables de habernos perdido el uno al otro. ¿Has pensado alguna vez que creemos tanto en el amor que no nos conformamos con este simulacro herido de muerte por la rutina? Sí, estoy loca y soy una niña. Eso es lo que me responderías, ¿verdad? Puede ser, sí, soy una niña que no ha sabido aceptar los cambios, que ha creído que cada beso sería un incendio; que cada abrazo, un refugio; que cada mirada, una confesión; que cada caricia, el principio de un terremoto. Pero no, no ha sido así y hemos colmado nuestro amor con demasiadas promesas de finales.
Te estoy escribiendo porque me resisto a pensar que te he perdido. Esta tarde me he desnudado delante del espejo buscándote en mi piel, intentando encontrar las puntadas de esos hilos que nos unían. Pero no he visto nada. Solo carne que ya no será tuya: unos brazos inútiles ahora que no te abrazarán, un sexo oscuro y misterioso como una pregunta sin respuesta, unos pechos que no rodearás más con tus manos grandes y mis pies. Cuando he visto mis pies reflejados he recordado cómo te reías de mis dedos feos y me he puesto a llorar. Aún me explico a mí misma a través de ti. No soy un todo. Solo soy la mitad de algo hermoso roto en mil pedazos, como un vaso estrellado contra el suelo.
Así me siento: fragmentada, herida e incompleta. Y no puedo preguntarte cómo salir de aquí. Tendré que averiguarlo sola.

lunes, 16 de julio de 2012

34 años y mujer

34 años, mujer, casada, sin hijos, con trabajo (en otras épocas esto se daba casi por supuesto) y con un gato cobarde (sí, mi gato tiene más terrores que un niño pequeño y no es tan curioso como le presupone el refrán).
34 años y mujer. Si le preguntas a algunas que ya han rebasado esa edad te dirán que es la mejor época, los mejores años. Otras te dirán que es una edad exigente. Mi abuela te dirá un '¡Quién los pillara!' nostálgico, y me recordará lo delgadita que estaba por aquel entonces y a aquel novio piloto que tuvo del que aún conserva un retrato en sepia dedicado con muy buena letra de alumno de los jesuitas.
A partir de los 30 eres más consciente de tu mundo y sus circunstancias. Se agradece. Lo notas y te gusta. Y te gustas mucho. Adiós a casi todos los complejos, hola a la seguridad made in test de revistas femeninas y en alguna clase de gimnasio. También eres más consciente del paso del tiempo. Piensas que fue ayer cuando compraste una vela roja con forma de 3 y, por lo tanto, sabes que mañana la cambiarás por un 4. E intuyes que será tarde para muchas de las cosas que se supone que has de hacer en estos seis añitos que faltan. A saber:
  • Casarte (esto ya lo he hecho. Una menos).
  • Ir de vacaciones a algún lugar exótico y, muy importante, enseñar las fotos (hoy día es más fácil, no hace falta invitar a nadie a casa para enseñar un álbum, las puedes colgar en Facebook)
  • Ascender dentro de la estructura de tu empresa (eso si no te despiden, o en vez de ascenderte te descienden el sueldo).
  • Consolidar tu carrera profesional (después de salvar el culete en el tercer ERE que vives en tu empresa).
  • Tener un hijo (después de aprender a contar en semanas, el significado de expresiones y palabras como anidación o temperatura basal, y de concentrarte en la amistad de otras contadoras de semanas).  
  • Aceptar, al incorporarte de la baja maternal, el nuevo puesto que te ofrece tu jefe con cara de '¿por qué me miras así si te estoy perdonando la vida (laboral)?'
  • Hacerte perseguidora de utopías: intentarás adelgazar y pretenderás recuperar tu antiguo puesto.
  • Volver a levantar la pasión de tu pareja sin operarte las tetas.
  • Conseguir que el bebé coma sólido.
  • Dormir ocho horas seguidas algún día para procurar atenuar las ojeras.
  • Pensar en darle un hermanito al bebé.
  • Etc.
Al repasar la lista pienso que en vez de pedir hora con el podólogo, debería buscarme un psicólogo porque sólo de leer siento ansiedad, vértigo, mareo, náuseas...

¡Ay, dios!, ¿estaré embarazada?

jueves, 5 de julio de 2012

Cuando la memoria tiene forma de ramo


Cuando ves durante casi dos años marchitarse, uno tras otro, muchos ramos de flores blancas envueltos con celofán y colgados con celo en la misma farola, no puedes dejar de preguntarte por la persona que murió allí, sobre el asfalto. También, y quizás sobre todo, por quien vuelve siempre a ese lugar para dolerse y recordar. Un lugar que para mí no es más que un paso de zebra de pocas líneas blancas que cruzo al salir del trabajo por la tarde, con prisas si veo gente esperando en la parada del autobús, porque si se me escapa sé que tardará mucho rato en venir otro. Cruzo sin prestar atención a la gente que pasa por mi lado, normalmente ocupada en mirar el último e-mail del día o repasando mentalmente las tareas que han quedado pendientes para la mañana siguiente. Pero cuando veo de nuevo un ramo fresco no puedo evitar detenerme y pensar. Flores blancas fijadas al poste de la farola a la altura de mis ojos, tal vez un poco más abajo. Y pienso en una señora bajita que no puede olvidar a un hijo, o en una chica, o chico, que perdió en un accidente a su pareja cuando aún estaban muy enamorados y su relación era eterna. Me conmueve saber que en ese bordillo agonizó una persona seguramente joven,  porque cuando el duelo se prolonga tanto en el tiempo se suele deber a la incomprensión generada por una muerte inesperada y traumática. Me imagino a un motorista o una ciclista atropellada. El chasis de su cuerpo destrozado en la calzada, las sirenas, las miradas de curiosos morbosos, la policía cortando el tráfico y alguien haciendo una llamada a esa persona que no va a poder separarse de su tristeza hasta que la mente le regale el olvido de la vejez, si es que la vida se digna a administrarle al menos esa morfina.
Imagino a esa persona que añora profundamente triste. No cuelga un ramo cada mucho tiempo, cada aniversario del accidente, por ejemplo, sino que lo hace cada pocas semanas y lo lleva haciendo al menos dos años.
La foto la hice hará dos o tres días. Hoy las flores estaban ya secas, quemadas por el sol, pero nadie ha osado arrancar de ahí el ramo. Nadie se atreve a ofender a quien siente ese dolor que todos tememos sufrir algún día. No podemos no respetar la angustia y el vacío enorme que intuimos en esas flores que alguien pone ahí tal vez a primera hora del día, cuando esté a punto de amanecer. A esa hora le sería más fácil evitar ser observado mientras realiza su ritual de memoria. Puede que mientras corte el celo con los dientes sienta que aún no se le ha muerto del todo el recuerdo y en ese maldito trozo de calle piense en su ser querido y llore y crea recuperar el perfume de su colonia y se pase el resto del día adivinando en la silueta de cualquiera el cuerpo desaparecido de esa persona de la que está empezando a olvidar su voz. A veces el dolor hace compañía.

martes, 3 de julio de 2012

Al principio de todo sólo estaba el mar

Ilustración de Silvia Cabestany


Al principio de todo sólo estaba el mar… Eso le decía al pequeño niño Inuit, que se acurrucaba entre pieles de animales junto al fuego, su abuela Onipqa. Akiak escuchaba cada noche a la anciana de piel curtida por el frío del Ártico explicarle una leyenda sobre el origen de su mundo blanco de agua, hielo y nieve, en el que los valles y las montañas surgieron de los golpes de unos gigantes al pelearse y en el que el dios de la luna perseguía eternamente enamorado a su propia hermana, la diosa del sol. Esa noche había un tormenta y a Akiak no le gustaban, le daban miedo. Se aferró a la figurita con forma de foca que le regaló su prima Shila hacía un tiempo. Era su amuleto, su prima le aseguró que le protegería siempre. Pero no debería habérselo dado, si ella lo hubiera tenido no se habría perdido en la nieve. Shila era su mejor amiga, su compañera de juegos y de caza cuando salían con el padre de Akiak a buscar focas, y ya ayudaba a su madre a coser las pieles de los animales para hacer sus ropas. Los dos se querían mucho y ahora que Shila no estaba Akiak se sentía muy solo.

Sólo el mar azul, prosiguió su abuela, que estaba vacío y los hombres pasaban hambre porque no podían cazar ni pescar. Hasta que un día una joven llamada Sedna que caminaba sola por los acantilados resbaló y cayó al mar. La joven se hizo muchas heridas al chocar contra las rocas y al caer al agua no logró volver a subir a la superficie. Y mientras se hundía vio como de la sangre que salía de los arañazos de sus manos se iban formando los primeros peces y los demás animales marinos, incluso los más grandes, como las enormes ballenas oscuras. Akiak interrumpió a su abuela para decirle que él se asustaría mucho si se cayera al mar y viera una ballena nadando a su lado. Y Sedna también, dijo su abuela, por eso intentó gritar, pero al hacerlo su voz no le sonó igual que siempre, ni siquiera le pareció humana, sonó como una hermosa canción bajo el agua, y es que ella también se había transformado en un animal marino, en una increíble y bonita beluga tan blanca como la nieve. Sedna sonrió al darse cuenta de que seguiría viviendo en el mar como un animal y comenzó a nadar hacía el fondo. Akiak miró a su abuela y le preguntó si esa historia era verdad, a lo que Onipqa contestó con otra pregunta que intrigó a su nieto: ‘¿Y por qué crees que las belugas pueden sonreír?’ El niño quería saber más cosas, pero Onipqa decidió que ya era hora de dormir y después de darle un beso le susurró al oído, ‘no estés triste por tu prima Shila, recuerda que los Inuit al desaparecer de la tierra podemos adoptar la forma de un animal para vivir una vida diferente, y recuerda esto cuando vayas a hacer daño a uno, piensa que antes podía ser un hombre o una mujer. No los hieras a no ser que necesites comer’.

Al día siguiente la tormenta había cesado, pero Aniak no estaba en calma. Sabía que su abuela le había contado la historia de Sedna porque no creía que su prima  pudiera volver. Nadie en la familia lo creía ya, aunque para Aniak una luna era poco tiempo para perder la esperanza de encontrar a Shila. Le pidió permiso a su padre para ir solo a pescar y no acompañarle ese día a seguir la pista de un oso polar que habían visto cerca de su iglú. Su padre le miró preocupado porque notaba que su hijo le estaba mintiendo, sabía que si le dejaba salir solo perdería la mañana buscando a Shila. No entendía aún que ya habían pasado demasiados días de un invierno en el que las tormentas llegaban sin avisar y traían un viento helado que obligaba a los cazadores a volver a casa sin comida. Sin embargo, le permitió ir. Así que Akiak se puso su anorak y se montó en su trineo, tirado por su perro Atka, que parecía un lobo de ojos azules. La historia que le contó su abuela le había dado una idea…

El primer animal con el que Akiak y Atka se cruzaron fue un oscuro cuervo. Si era cierto que el alma de un Inuit puede seguir viviendo en el cuerpo de un animal, quizás alguno le podría ayudar a encontrar a Shila. Preguntó al cuervo, que ladeó la cabeza para escucharle, y cuado parecía que iba a hablar lanzó un fuerte graznido al aire que sobresaltó al niño e hizo ladrar al perro. Akiak pensó que quizás una persona era demasiado grande para vivir en el cuerpo de un pájaro, así que fue a buscar un animal más grande. Y encontró un caribú, pero cuando estaban ya muy cerca de él se asustó y se alejó brincando. Akiak empezó a desanimarse y a desconfiar de la leyenda de Sedna, pero cayó en la cuenta de que todavía no había intentado hablar con ningún animal del mar, que era donde ella vivía. Hizo entonces un agujero en el hielo y esperó y esperó hasta que una joven foca asomó su cabeza por el hueco. Era un cachorro de mirada curiosa que no huyó, sino que se quedó observando al niño y a su perro con expresión divertida. Akiak le preguntó si había visto a Shila una y otra vez sin obtener respuesta. Estaba a punto de marcharse de allí totalmente desesperanzado cuando la foca asintió claramente con la cabeza, no una sino dos veces. ‘¿Dónde?’, preguntó el niño. La foca fijó sus ojos en él y se sumergió. Akiak creyó que por fin un animal le daba una pista y se asomó al agujero del hielo tanto que resbaló y cayó al agua helada. La ropa del niño enseguida se empapó y pesaba tanto que empezó a hundirse tan rápido que tuvo mucho miedo. Cerró los ojos con fuerza y supo que no volvería a pisar la tierra.  Deseó transformarse en una orca brillante y fuerte, pero cuando abrió los ojos vio sus manos y no aletas, por lo que pensó de nuevo que su abuela le había mentido.
De repente notó que algo le golpeaba la espalda y temió que una ballena lo engulliera, pero no, no era algo tan grande, y, fuera lo que fuera, parecía que le estaba empujando hacia arriba. Se dio la vuelta torpemente y vio que era la foca. Pareció sonreírle antes de volver a desaparecer a su espalda para empujarle aún más rápido. Akiak ya veía el agujero que él mismo había hecho hacía un rato. ¡La foca le estaba devolviendo a la superficie! Cuando estaba a punto de agarrar el borde del hielo oyó una voz humana a su espalda, ‘no estés triste, Akiak, estoy bien en el agua’. Era la voz de Shila. ¡Había encontrado a Shila! Se giró y la joven foca acercó su hocico a su mejilla en un gesto que le pareció un beso antes de desaparecer en la oscuridad del mar. El niño salió del agua tiritando y llegó a su iglú tan rápido como pudo correr Atka. Onipca se espantó al verle chorreando con el frío que hacía. Le quitó la ropa mojada y lo sentó junto al fuego envuelto en pieles. El niño la miró con los ojos como platos y exclamó, ‘es cierto, abuela, Sedna vive en el mar y Shila está con ella, ¡la he encontrado!’ La abuela le abrazó fuerte y le volvió a susurrar algo al oído, ‘las leyendas no mienten, Akiak, son sólo verdades muy viejas, muchísimo más viejas que yo’. Y en sus brazos se quedó dormido.


jueves, 28 de junio de 2012

De incendios y trapecios. Relato escogido como uno de los 20 finalistas del I concurso de relatos Cerveza-Ficción convocado por Amargord

- ¿Me pones una caña, por favor?
Martín se secó las manos mojadas de aclarar un vaso bajo el grifo en el trapo de color desvaído que le colgaba del cinturón. Se fue hacia el fondo de la barra sin haber levantado la mirada del fregadero y llenó un vaso de tubo de cerveza. Cuando se giró para servir la bebida inspiró sorprendido: era la trapecista de la última vez.
Habían pasado más de cuatro fines de semana desde que la vio suspendida en el aire del restaurante moderno y malo, o lounge-bar de aire exótico según se anunciaba en Internet, donde trabaja. Nadie le había advertido de su presencia. Normalmente el espectáculo que se ofrecía al acabar las cenas escasas y resecas era el de un chico que se colgaba de unas cintas que caían como cortinas desde el techo. El chaval, embutido en unas mallas negras y con el torso de estatua griega desnudo, trepaba con los músculos de sus brazos muy tensos hasta arriba y se enredaba y desenredaba durante un buen rato en las telas con bastante arte. Pero Martín, a fuerza de ver el número repetido sábado tras sábado, había dejado de prestarle atención hacía tiempo y procuraba concentrarse en servir las mesas de manera precisa y aséptica. Siempre estaba atareado, había descubierto que mostrarse ocupado era la mejor manera de evitar al maitre, un subnormal de falso acento francés que consumía todas sus fuerzas en prestar atención a las clientas con mejores piernas y a los clientes con mejores zapatos.
Pero aquella noche nadie le había dicho que el grupo de hombres que celebraba una despedida de soltero había exigido una mujer en las alturas del lounge-bar. Se dio cuenta cuando empezó la música de la actuación. Era muy distinta a la que usaba el chico y le sacó del estado de automatismo en el que trabajaba. Semanas más tarde supo que se trataba de una canción interpretada por Jean Birkin y Paolo Conte. ‘Llámame ahora’. Recordaba que ese era el título de la canción. Levantó la mirada y vio a una mujer colgando bocabajo de la barra de un trapecio que hasta ese momento no había tenido otra función que la de aportar al local una pincelada más de estética circense de diseño. Sólo sus piernas, enfundadas en unas medias negras que acababan a medio muslo con una franja de encaje, sostenían su peso, mientras sus manos señalaban el suelo, como la punta de su melena castaña y sus pechos, que amenazaban con desbordar las costuras de un corpiño color rojo oscuro. Una breve falda de tul negro y unas zapatillas parecidas a las que usan las bailarinas, también rojas, completaban un look de estilo burlesque. La trapecista ocultaba su identidad detrás de un antifaz de lentejuelas negras del que salían unas plumas. Martín se quedó inmóvil con una bandeja llena de copas sobre su mano derecha. Se miraron. Dos equilibristas: ella volando en su columpio peligroso, él flotando sobre el suelo. Pero el equilibrio se rompió cuando el camarero escuchó a su espalda a Jean-Luc dándole órdenes con su estúpido acento. Siguió trabajando y no se dio cuenta de que la mujer se marchó los pocos minutos de acabar su actuación.
Desde ese día Martín se interesaba más que nunca en las reservas de grupos, que para su decepción solían ser de mujeres que celebraban un cumpleaños, o una próxima boda o un divorcio reciente. Parecía que los hombres no tenían suficiente con un baile elegante y sugerente a dos metros y medio del suelo.
Martín le sirvió la caña en la barra y le preguntó si iba a actuar de nuevo allí. La chica le miró sorprendida de que la hubiera reconocido sin el antifaz, vestida de manera discreta y con el pelo recogido en una coleta. Esa noche volvía a haber una despedida de soltero y ella sería de nuevo el plato fuerte de la cena. Martín le confesó que le había encantado el número de la otra vez: la música y sus movimientos elegantes a pesar del riesgo y del esfuerzo; le había gustado todo. Ella sonrió y le comentó, mientras rebuscaba en la bolsa de tela granate que le cruzaba el pecho algo que no encontraba, que había escogido esa canción antigua en una versión no tan antigua porque le parecía muy erótica. Pensó que cada vez que se cambiaba de bolso se dejaba media vida en casa, siempre la mitad que iba a necesitar ese día. Miró a Martín y después de apretar y torcer los labios en un gesto algo cómico le confesó muy bajito que no llevaba ni un euro encima. Se había olvidado el monedero en casa. ‘Si me dices tu nombre a esta caña te invito yo’. Se llamaba Marcela. Era argentina, menuda, delgada y sus ojos parecían dos golondrinas negras volando sin parar de un lado a otro de la sala. Se dejó invitar y desapareció detrás de una puerta que llevaba a una pequeñísima habitación que hacía las veces de camerino y almacén de botellas y latas. Martín sintió deseos de ir tras ella, e imaginó que la espiaba mientras se soltaba el pelo y se desnudaba, pero lo único que hizo fue retirar de la barra el vaso de tubo en el que sus labios habían dejado un semicírculo de carmín pegado al cristal.
Marcela se quitó la ropa entre latas apiladas y bidones de cerveza amontonados. Sintió un picor en su nariz y estornudó varias veces. La alergia la tenía harta. Nada más entrar en un lugar su nariz detectaba si había polvo y no hacía falta fijarse mucho para darse cuenta de que en ese cuarto hacía mucho que no pasaban un plumero. Se sonó con un pañuelo de papel y se sentó en un taburete para ponerse las medias. Ese camarero tenía gracia. Era tan joven que dolía un poco mirarle a los ojos. Irradiaban inocencia y esperanza. Estaba de paso, se notaba. Ese no era su lugar, sólo estaba aprendiendo y decidiendo qué dirección tomaría al salir de allí. Y él ni lo sabía aún. Sin embargo, ella había entrado para quedarse. Hacía años que había perdido la luz y estaba a punto de perder la confianza. Sacó el corpiño de la bolsa granate y lo miró sorprendida. No recordaba cuándo al maillot de gimnasia empezaron a aparecerle encajes y transparencias, aunque si tuviera que encontrar una regla proporcional diría que cada concesión equivalía a un centímetro menos de tela. Sacudió la cabeza para apartar esas ideas, pero no se fueron y tuvo que frotarse la frente con la mano para intentar calmarlas, como si apaciguara animales asustados. Tenía que concretarse, en un rato estaría a casi tres metros del suelo sin ninguna red que restara importancia al riesgo. Y no podía permitirse el lujo de lesionarse.
Miró a su alrededor y lo que vio le hizo sentir lástima por sí misma. Una bombilla de pocos vatios iluminaba apenas ese almacenillo de dos o tres metros cuadrados con una luz amarillenta y mortecina que le daba a todo un aspecto triste, viejo. El suelo estaba gastado; las paredes, sucias y en la cara interior de la puerta algún trabajador había colgado el poster central de una revista erótica. Incluso ella se veía diferente en ese espejo alargado con los cantos desconchados que colgaba de una pared. Menos mal que salía con antifaz porque ni con el mejor corrector conseguiría disimular esas ojeras que descubrió una mañana bajo sus ojos y que ya no se habían marchado de su cara. Se hacía mayor para esto. En realidad, para casi todo lo que alguna vez deseó.
Se soltó el pelo, se lo cardó un poco con un peine que llevaba en el bolso, y para acabar se pintó los labios de rojo con un pequeño pincel. Ya estaba lista.
A Marcela le llegaban los sonidos del restaurante: las carcajadas borrachas, el entrechocar de copas, el ruido de los platos al ser amontonados por los camareros. El chico moreno estaría ahora recogiendo la mesa del reservado, la de los hombres hambrientos, más ahora que habían comido y bebido, sobre todo bebido. Tendrían hambre de carne de mujer y ella saldría para ofrecérseles en la distancia. No la tocarían con las manos, pero la llenarían de baba con los ojos. Ya no lo soportaría mucho tiempo más. Le dolían demasiado las rodillas y esas miradas mudas. Llegaba su momento. Servirían los cafés, alguna copa y después se apagarían las luces. La oscuridad traería el silencio expectante. No todos intuirían su silueta encaramándose al trapecio y cuando volviera la luz, mucho más tenue que durante la cena, todos los hombres mirarían al cielo raso y allí la descubrían, sentada en la barra, con una pierna recogida y la otra estirada, mirando hacia la salida. De repente sonó la música, unos acordes le marcaban el ritmo de los giros y las piruetas. Una serie larga hasta que la voz grave y poderosa de Grace Jones la invitaba ponerse de pie en la barra. Libertango. Un par de contoneos antes de volver a colgarse, ahora de un empeine. Dolor. La letra de la canción también le duele. Las piernas abiertas, totalmente. El pelo enredado. Ahora son las manos las que la sujetan al trapecio. Recuerda por un instante a su maldito profesor de gimnasia rítmica, ‘no te sueltes, Marcela, ¡gira!’ Tanto esfuerzo, tanto sacrificio para estar ahora ahí. Giraba y giraba sobre su estómago al ritmo de las imágenes que la asaltaban. Su profesor, la exigencia, las competiciones, la derrota, la seducción, el amor, su hija, el abandono. Todo seguido, como un tráiler fragmentario de su vida. De nuevo la voz de Grace Jones y de nuevo los contoneos sobre la barra, un pie de puntillas, el otro acariciando la cuerda de abajo arriba hasta volver a estirar por completo las piernas en una diagonal imposible. Un grito la sobresaltó. Un hombre le pedía que se quitara ya la ropa. No se había acostumbrado a las voces durante el ejercicio. La distraían de manera peligrosa. Carcajadas. Miró hacia la mesa. Un segundo solo. Vio al camarero. La miraba, atento y quieto. Parecía que aguantaba la respiración. Era joven y era guapo. Últimos segundos de la canción. Se sentó en la barra, miró al chico y le sonrió. Gritos, piropos, alguna obscenidad, risas, y poco a poco la oscuridad. Desparecía como una sombra. Por fin en el cuartucho. Se acabó.
Martín se metió detrás de la barra. Tenía que pasar por delante para salir del restaurante. Estaba deslumbrado. Marcela le parecía excitante, misteriosa, y sobre todo mujer, no como sus amigas de la carrera, todas unas niñas caprichosas de melenas largas, leggins y botas. Tenía que conocerla, tenía que escucharla, mirarla, aprenderla de memoria para recordarla por las noches a partir de ese día. Cuando apareció de nuevo no quedaba ni rastro de la trapecista, sus ojos transmitían desolación y sus hombros caídos, agotamiento. ‘¿Me puedo tomar una cerveza?… ¿Cómo te llamas?’ ‘Martín’, ‘Es un nombre muy argentino… ¿Me puedo tomar una cerveza, Martín?’ ‘Por supuesto, necesitarás beber algo frío’. ‘Sí, necesito beber algo’, dijo Marcela mirando el mármol de la barra y dibujando con la punta de un dedo círculos imaginarios. Martín sirvió dos medianas, una para cada uno. Su turno había terminado, así que salió de detrás de la barra y se sentó en un taburete junto a ella. Se bebieron esas cervezas en un momento. Los dos estaban sedientos. Sentían que por dentro un fuego empezaba a arder. Dos incendios diferentes, cada uno con su foco de inicio, el de él situado al sur de su cuerpo; el de ella, muy al norte. Cada incendio con su viento avivador y sus ramas secas crujiendo. Se miraban y bebían a morro de las botellas. Ella se pasaba el dorso de la mano por los labios para secárselos aunque no estuvieran húmedos, y a él le quemaba el deseo de mojárselos con la lengua, de lamerlos, de morderlos, de besarlos. Él le contó que tenía veinticinco años, un título de filólogo que aún no sabía para qué servía, una habitación con vistas a un muro en un piso compartido entre tres amigos, una bici oxidada colgada en el balcón que no podía usar por una lesión en el cóccix y unos padres en un pueblo de Lleida. ‘¿Y no tienes una chica?’ Le preguntó Marcela. No, tengo muchas, pero eso equivale a no tener ninguna’. Marcela se rió de la inocencia de la respuesta. Y llegó el momento del ‘¿Y tú?’ y se dio cuenta de que no tenía ganas de hablarle de su carrera de gimnasta, del embarazo que supuso el final, de su preciosa hija que dormía ahora en casa de su hermana Florencia, de cómo un día, sin más, su compañero se fue, de cuánto le costaba levantarse de la cama cada día, de la sonrisa de su hija, de lo poco que le gustaba actuar para hombres, de lo difícil que era llegar a fin de mes, del álbum de fotos lleno de cuadrados vacíos que guardaba bajo la cama, de lo cansada que se sentía a sus treinta y cinco años y de lo lejos que le quedaban los sueños. Sólo le habló de música, de la escuela de circo con la que colaboraba a veces, del barrio donde vivía, de una película que le había gustado mucho, y de ese tipo de cosas. Marcela volvía a arder al fingirse joven, al evitar las preocupaciones, al mentir un poco. Miraba a Martín y veía en sus pupilas el fuego. Decidió que esa noche se merecía un incendio. Le dijo al chico que había olvidado un pañuelo en el cuarto donde se había cambiado. Se levantó y desapareció tras la puerta. Martín buscó al maitre con la mirada. Lo localizó entre un grupo de chicas que celebraban un cumpleaños en una de las mesas del fondo. No estaba mirando, no se iba a dar cuenta. No lo pensó más, se fue directo al almacén. Marcela estaba mirándose al espejo. Con la poca luz que había le parecíó aún más atractiva. Su boca entreabierta le estaba invitando. La abrazó por detrás. Sus reflejos se miraron. La mujer del espejo le cogió las manos y las fue guiando por su cuerpo. Se besaron, sus lenguas estaban calientes, sus pieles quemaban. Hicieron el amor contra el espejo. Al acabar, Marcela abrazó a Martín con fuerza y le besó muchas veces. Se despidió con un ‘suerte’.
Han pasado más de dos meses desde el incendio. Martín sigue pendiente de las reservas de grupos.

miércoles, 27 de junio de 2012

¿Racismo o superficialidad absoluta?


Se está hablando de esta foto de Mario Testino. Se habla de racismo, y quizás lo haya, pero no más que en muchos catálogos de destinos vacacionales que te ofrecen en cualquier agencia de viajes, incluídas aquellas que te proponen la posibilidad de añadir tras el sustantivo 'vacaciones' el bienintencionado adjetivo 'solidarias'. En ese tipo de estancia en otro país, el viajero aspira a ver de cerca a una señora como la de la foto y a tomar alguna imagen con su cámara reflex de algún niño de aspecto desaliñado y con ojos enormes, normalmente negros. El viajero volverá a casa con un nutrido archivo de fotografías exóticas en el que sólo faltarán los tacones de las señoritas de largas piernas y melenas.
Al mirar la imagen en conjunto ves que todo es decorado: la plaza, los trapos de colores, la mujer de primer plano. Y las modelos no son más que las candilejas que pretenden iluminarlo. Todo está cosificado, ningún elemento tiene alma. La mujer, de nuevo, cosificada; su función no es muy diferente a la que haría un perchero. ¿A nadie le chirría que dos chicas delgadas como el humo hayan podido llegar a esa plaza peruana con sus sombreros de diseño y sus tacones de aguja? ¿Tiene algún sentido su imagen en ese contexto? Son tan poco importantes, o tanto, para el fotógrafo y su composición, como la mujer peruana. Aunque sean más altas, guapas y blancas, tampoco tienen alma.


domingo, 24 de junio de 2012

Instrucciones para dar cuerda a un reloj

Allá en el fondo está la muerte, pero no tenga miedo. Sujete el reloj con una mano, tome con dos dedos la llave de la cuerda, remóntela suavemente. Ahora se abre otro plazo, los árboles despliegan sus hojas, las barcas corren regatas, el tiempo como un abanico se va llenando de sí mismo y de él brotan el aire, las brisas de la tierra, la sombre de una mujer, el perfume del pan.(...)

Así empiezan las 'Instrucciones para dar cuerda a un reloj' de Julio Cortázar, y con este párrafo quería inaugurar este blog, con la esperanza de que en su espacio broten también palabras, imágenes e ideas.