lunes, 16 de julio de 2012

34 años y mujer

34 años, mujer, casada, sin hijos, con trabajo (en otras épocas esto se daba casi por supuesto) y con un gato cobarde (sí, mi gato tiene más terrores que un niño pequeño y no es tan curioso como le presupone el refrán).
34 años y mujer. Si le preguntas a algunas que ya han rebasado esa edad te dirán que es la mejor época, los mejores años. Otras te dirán que es una edad exigente. Mi abuela te dirá un '¡Quién los pillara!' nostálgico, y me recordará lo delgadita que estaba por aquel entonces y a aquel novio piloto que tuvo del que aún conserva un retrato en sepia dedicado con muy buena letra de alumno de los jesuitas.
A partir de los 30 eres más consciente de tu mundo y sus circunstancias. Se agradece. Lo notas y te gusta. Y te gustas mucho. Adiós a casi todos los complejos, hola a la seguridad made in test de revistas femeninas y en alguna clase de gimnasio. También eres más consciente del paso del tiempo. Piensas que fue ayer cuando compraste una vela roja con forma de 3 y, por lo tanto, sabes que mañana la cambiarás por un 4. E intuyes que será tarde para muchas de las cosas que se supone que has de hacer en estos seis añitos que faltan. A saber:
  • Casarte (esto ya lo he hecho. Una menos).
  • Ir de vacaciones a algún lugar exótico y, muy importante, enseñar las fotos (hoy día es más fácil, no hace falta invitar a nadie a casa para enseñar un álbum, las puedes colgar en Facebook)
  • Ascender dentro de la estructura de tu empresa (eso si no te despiden, o en vez de ascenderte te descienden el sueldo).
  • Consolidar tu carrera profesional (después de salvar el culete en el tercer ERE que vives en tu empresa).
  • Tener un hijo (después de aprender a contar en semanas, el significado de expresiones y palabras como anidación o temperatura basal, y de concentrarte en la amistad de otras contadoras de semanas).  
  • Aceptar, al incorporarte de la baja maternal, el nuevo puesto que te ofrece tu jefe con cara de '¿por qué me miras así si te estoy perdonando la vida (laboral)?'
  • Hacerte perseguidora de utopías: intentarás adelgazar y pretenderás recuperar tu antiguo puesto.
  • Volver a levantar la pasión de tu pareja sin operarte las tetas.
  • Conseguir que el bebé coma sólido.
  • Dormir ocho horas seguidas algún día para procurar atenuar las ojeras.
  • Pensar en darle un hermanito al bebé.
  • Etc.
Al repasar la lista pienso que en vez de pedir hora con el podólogo, debería buscarme un psicólogo porque sólo de leer siento ansiedad, vértigo, mareo, náuseas...

¡Ay, dios!, ¿estaré embarazada?

jueves, 5 de julio de 2012

Cuando la memoria tiene forma de ramo


Cuando ves durante casi dos años marchitarse, uno tras otro, muchos ramos de flores blancas envueltos con celofán y colgados con celo en la misma farola, no puedes dejar de preguntarte por la persona que murió allí, sobre el asfalto. También, y quizás sobre todo, por quien vuelve siempre a ese lugar para dolerse y recordar. Un lugar que para mí no es más que un paso de zebra de pocas líneas blancas que cruzo al salir del trabajo por la tarde, con prisas si veo gente esperando en la parada del autobús, porque si se me escapa sé que tardará mucho rato en venir otro. Cruzo sin prestar atención a la gente que pasa por mi lado, normalmente ocupada en mirar el último e-mail del día o repasando mentalmente las tareas que han quedado pendientes para la mañana siguiente. Pero cuando veo de nuevo un ramo fresco no puedo evitar detenerme y pensar. Flores blancas fijadas al poste de la farola a la altura de mis ojos, tal vez un poco más abajo. Y pienso en una señora bajita que no puede olvidar a un hijo, o en una chica, o chico, que perdió en un accidente a su pareja cuando aún estaban muy enamorados y su relación era eterna. Me conmueve saber que en ese bordillo agonizó una persona seguramente joven,  porque cuando el duelo se prolonga tanto en el tiempo se suele deber a la incomprensión generada por una muerte inesperada y traumática. Me imagino a un motorista o una ciclista atropellada. El chasis de su cuerpo destrozado en la calzada, las sirenas, las miradas de curiosos morbosos, la policía cortando el tráfico y alguien haciendo una llamada a esa persona que no va a poder separarse de su tristeza hasta que la mente le regale el olvido de la vejez, si es que la vida se digna a administrarle al menos esa morfina.
Imagino a esa persona que añora profundamente triste. No cuelga un ramo cada mucho tiempo, cada aniversario del accidente, por ejemplo, sino que lo hace cada pocas semanas y lo lleva haciendo al menos dos años.
La foto la hice hará dos o tres días. Hoy las flores estaban ya secas, quemadas por el sol, pero nadie ha osado arrancar de ahí el ramo. Nadie se atreve a ofender a quien siente ese dolor que todos tememos sufrir algún día. No podemos no respetar la angustia y el vacío enorme que intuimos en esas flores que alguien pone ahí tal vez a primera hora del día, cuando esté a punto de amanecer. A esa hora le sería más fácil evitar ser observado mientras realiza su ritual de memoria. Puede que mientras corte el celo con los dientes sienta que aún no se le ha muerto del todo el recuerdo y en ese maldito trozo de calle piense en su ser querido y llore y crea recuperar el perfume de su colonia y se pase el resto del día adivinando en la silueta de cualquiera el cuerpo desaparecido de esa persona de la que está empezando a olvidar su voz. A veces el dolor hace compañía.

martes, 3 de julio de 2012

Al principio de todo sólo estaba el mar

Ilustración de Silvia Cabestany


Al principio de todo sólo estaba el mar… Eso le decía al pequeño niño Inuit, que se acurrucaba entre pieles de animales junto al fuego, su abuela Onipqa. Akiak escuchaba cada noche a la anciana de piel curtida por el frío del Ártico explicarle una leyenda sobre el origen de su mundo blanco de agua, hielo y nieve, en el que los valles y las montañas surgieron de los golpes de unos gigantes al pelearse y en el que el dios de la luna perseguía eternamente enamorado a su propia hermana, la diosa del sol. Esa noche había un tormenta y a Akiak no le gustaban, le daban miedo. Se aferró a la figurita con forma de foca que le regaló su prima Shila hacía un tiempo. Era su amuleto, su prima le aseguró que le protegería siempre. Pero no debería habérselo dado, si ella lo hubiera tenido no se habría perdido en la nieve. Shila era su mejor amiga, su compañera de juegos y de caza cuando salían con el padre de Akiak a buscar focas, y ya ayudaba a su madre a coser las pieles de los animales para hacer sus ropas. Los dos se querían mucho y ahora que Shila no estaba Akiak se sentía muy solo.

Sólo el mar azul, prosiguió su abuela, que estaba vacío y los hombres pasaban hambre porque no podían cazar ni pescar. Hasta que un día una joven llamada Sedna que caminaba sola por los acantilados resbaló y cayó al mar. La joven se hizo muchas heridas al chocar contra las rocas y al caer al agua no logró volver a subir a la superficie. Y mientras se hundía vio como de la sangre que salía de los arañazos de sus manos se iban formando los primeros peces y los demás animales marinos, incluso los más grandes, como las enormes ballenas oscuras. Akiak interrumpió a su abuela para decirle que él se asustaría mucho si se cayera al mar y viera una ballena nadando a su lado. Y Sedna también, dijo su abuela, por eso intentó gritar, pero al hacerlo su voz no le sonó igual que siempre, ni siquiera le pareció humana, sonó como una hermosa canción bajo el agua, y es que ella también se había transformado en un animal marino, en una increíble y bonita beluga tan blanca como la nieve. Sedna sonrió al darse cuenta de que seguiría viviendo en el mar como un animal y comenzó a nadar hacía el fondo. Akiak miró a su abuela y le preguntó si esa historia era verdad, a lo que Onipqa contestó con otra pregunta que intrigó a su nieto: ‘¿Y por qué crees que las belugas pueden sonreír?’ El niño quería saber más cosas, pero Onipqa decidió que ya era hora de dormir y después de darle un beso le susurró al oído, ‘no estés triste por tu prima Shila, recuerda que los Inuit al desaparecer de la tierra podemos adoptar la forma de un animal para vivir una vida diferente, y recuerda esto cuando vayas a hacer daño a uno, piensa que antes podía ser un hombre o una mujer. No los hieras a no ser que necesites comer’.

Al día siguiente la tormenta había cesado, pero Aniak no estaba en calma. Sabía que su abuela le había contado la historia de Sedna porque no creía que su prima  pudiera volver. Nadie en la familia lo creía ya, aunque para Aniak una luna era poco tiempo para perder la esperanza de encontrar a Shila. Le pidió permiso a su padre para ir solo a pescar y no acompañarle ese día a seguir la pista de un oso polar que habían visto cerca de su iglú. Su padre le miró preocupado porque notaba que su hijo le estaba mintiendo, sabía que si le dejaba salir solo perdería la mañana buscando a Shila. No entendía aún que ya habían pasado demasiados días de un invierno en el que las tormentas llegaban sin avisar y traían un viento helado que obligaba a los cazadores a volver a casa sin comida. Sin embargo, le permitió ir. Así que Akiak se puso su anorak y se montó en su trineo, tirado por su perro Atka, que parecía un lobo de ojos azules. La historia que le contó su abuela le había dado una idea…

El primer animal con el que Akiak y Atka se cruzaron fue un oscuro cuervo. Si era cierto que el alma de un Inuit puede seguir viviendo en el cuerpo de un animal, quizás alguno le podría ayudar a encontrar a Shila. Preguntó al cuervo, que ladeó la cabeza para escucharle, y cuado parecía que iba a hablar lanzó un fuerte graznido al aire que sobresaltó al niño e hizo ladrar al perro. Akiak pensó que quizás una persona era demasiado grande para vivir en el cuerpo de un pájaro, así que fue a buscar un animal más grande. Y encontró un caribú, pero cuando estaban ya muy cerca de él se asustó y se alejó brincando. Akiak empezó a desanimarse y a desconfiar de la leyenda de Sedna, pero cayó en la cuenta de que todavía no había intentado hablar con ningún animal del mar, que era donde ella vivía. Hizo entonces un agujero en el hielo y esperó y esperó hasta que una joven foca asomó su cabeza por el hueco. Era un cachorro de mirada curiosa que no huyó, sino que se quedó observando al niño y a su perro con expresión divertida. Akiak le preguntó si había visto a Shila una y otra vez sin obtener respuesta. Estaba a punto de marcharse de allí totalmente desesperanzado cuando la foca asintió claramente con la cabeza, no una sino dos veces. ‘¿Dónde?’, preguntó el niño. La foca fijó sus ojos en él y se sumergió. Akiak creyó que por fin un animal le daba una pista y se asomó al agujero del hielo tanto que resbaló y cayó al agua helada. La ropa del niño enseguida se empapó y pesaba tanto que empezó a hundirse tan rápido que tuvo mucho miedo. Cerró los ojos con fuerza y supo que no volvería a pisar la tierra.  Deseó transformarse en una orca brillante y fuerte, pero cuando abrió los ojos vio sus manos y no aletas, por lo que pensó de nuevo que su abuela le había mentido.
De repente notó que algo le golpeaba la espalda y temió que una ballena lo engulliera, pero no, no era algo tan grande, y, fuera lo que fuera, parecía que le estaba empujando hacia arriba. Se dio la vuelta torpemente y vio que era la foca. Pareció sonreírle antes de volver a desaparecer a su espalda para empujarle aún más rápido. Akiak ya veía el agujero que él mismo había hecho hacía un rato. ¡La foca le estaba devolviendo a la superficie! Cuando estaba a punto de agarrar el borde del hielo oyó una voz humana a su espalda, ‘no estés triste, Akiak, estoy bien en el agua’. Era la voz de Shila. ¡Había encontrado a Shila! Se giró y la joven foca acercó su hocico a su mejilla en un gesto que le pareció un beso antes de desaparecer en la oscuridad del mar. El niño salió del agua tiritando y llegó a su iglú tan rápido como pudo correr Atka. Onipca se espantó al verle chorreando con el frío que hacía. Le quitó la ropa mojada y lo sentó junto al fuego envuelto en pieles. El niño la miró con los ojos como platos y exclamó, ‘es cierto, abuela, Sedna vive en el mar y Shila está con ella, ¡la he encontrado!’ La abuela le abrazó fuerte y le volvió a susurrar algo al oído, ‘las leyendas no mienten, Akiak, son sólo verdades muy viejas, muchísimo más viejas que yo’. Y en sus brazos se quedó dormido.