martes, 23 de diciembre de 2014

Los fantasmas ya no me asustan

Los fantasmas ya no me asustan. A fuerza de llenar mi armario de cadáveres les he perdido el miedo.
Detrás de un vestido negro básico y de un abrigo de tweet tengo escondidos los espectros de varios amores, los ectoplasmas de mis muertos y la sombra de casi todos lo sueños que también se me han ido muriendo. Son fantasmas encantadores que están aburridos porque no me inmuto con sus aullidos a media noche.
Me da más miedo el mendigo invisible disfrazado de Papá Noel que pide limosna sentado en la puerta de un Caprabo y que me sonríe de manera extraña cada día cuando paso a su lado. Nadie parece percatarse de que está ahí, sentado en una especie de trono ajado, de nueve de la mañana a diez de la noche. No estoy segura de que sea real, quizás es uno de mis fantasmas que se ha escapado. Yo también finjo no verle, pero le veo, él lo sabe y me enseña sus dientes negros para mostrarme el color de su esperanza.
Me dan más miedo todos esos ciegos que pasan de largo, y los espejos en los días de derrota. Y los vampiros. Ellos sí que me asustan, con sus trajes planchados y su sed infinita. Y las sirenas varadas en playas cubiertas de cristales rotos, con sus melenas despeinadas y cortes en las manos ansiosas. Sirenas afónicas de tanto gritarle a la luna que quieren alguien que les chupe los labios agrietados.
Los vampiros y las sirenas harían muy buena pareja, los dos sedientos, ávidos de devorarse mutuamente hasta hacerse desaparecer, sin dejar rastro, ni sombras ni fantasmas que meter en un armario. Su soledad se acabaría en ellos, sin necesidad de que nadie la heredara y tuviera que recordarla al mover unas perchas cada mañana.

jueves, 18 de diciembre de 2014

Pan blanco

Amantes de la comida sana y enemigos de todo alimento procesado, que tenéis al pan blanco por poco menos que el demonio, me hubiera encantado poder presentaros a mi bisabuela. Era una señora enjuta, siempre vestida de negro, primero por su marido muerto de un cólico miserere, y luego por dos de sus hijos fusilados por rojos. Vivió la posguerra en una Andalucía muy parecida a la Extremadura de Los santos inocentes y prefería no comer a ir al comedor de auxilio social y tener que escuchar el Cara al sol con la mano bien alta por un cucharón de lentejas aguadas con más tierra que legumbres. El pelo lo llevaba siempre hacía atrás, muy tirante, recogido en un moñete en la nuca y no sé si debía a esa tirantez o al mal genio que gastaba pero no recuerdo verla sonreír. Además de mal carácter, demostraba mantener una fidelidad a sí misma y a sus palabras que ni la protagonista de La casa de los espíritus. A mí nunca me ha gustado mucho el pan y no entiendo la necesidad de acompañar las comidas de trozos de harina cocida, pero mi bisabuela, en cada ocasión que comimos en la misma mesa durante los trece años de vida que compartimos, me preguntaba si no iba a comer pan, y yo le respondía siempre que no, que no me gustaba. Ella añadía algún gruñido y se refería al hambre de aquellos años de vergüenza y al horrible pan negro. Si levantara la cabeza, menuda bronca os caería al veros comer ese pan de miseria.

sábado, 13 de diciembre de 2014

Besar en público. Llorar en público

He comido mal y rápido sentada en un banco. Un bocadillo de atún con tomate. Pensaba comérmelo en el bus porque iba con prisas, pero he preferido no sumar el olor fuerte de ese pescado en conserva a los demás olores animales que se respiran en el transporte público. Mientras mordía el pan a la vez que intentaba evitar un lamparón en mi abrigo observaba a una pareja de adolescentes que ocupaban otro banco, un poco más lejos. Se notaba que la cosa no iba bien, sus cuerpos trasmitían desazón. No estaban discutiendo, no hacían aspavientos con los brazos ni movían bruscamente la cabeza, sólo estaban en silencio, separados, sin tocarse, con la mirada perdida cada uno en su propio laberinto. Posiblemente uno de ellos, quizás el chico porque la chica parecía más triste y su actitud era pasiva, le estaba explicando al otro que no quería seguir. Se les había acabado ese amor eterno adolescente que dura como mucho un par de meses. Pensé que cuando tenía esa edad lo más importante me pasaba siempre en lugares isla, en no lugares, en espacios de paso: bancos, parques, rellanos, portales, apoyada sobre el capó de un coche. Empezaba a sentirme un ser individual, a cortar ese hilo invisible que me unía a mi madre y notaba como crecía la necesidad de ocupar un territorio diferente y propio, primero pequeño, en un rincón solitario y en penumbra podía instaurar un reino; sin embargo, pronto empecé a desear un espacio mayor y más íntimo, como cualquiera que crece y empieza a tener secretos. 
Si son niños o jóvenes los que se muestran en público no pasa nada, casi ni nos fijamos en ellos, porque aún no existen plenamente. Cuando un adulto expresa su intimidad en público nos sorprende e incomoda, nos obliga a emitir un juicio porque así nos educaron. Eso no se hace y si lo haces está mal hecho, es inapropiado e incorrecto. Cuando veo a una pareja de mediana edad besándose apasionadamente en el metro, o en medio de la calle, o donde sea, tiendo a suponer que son amantes, que esa pasión no tiene lugar en un matrimonio de años, que ese impudor se acerca tanto a la adolescencia que sólo puede darse cuando es el deseo el que gobierna el impulso, y uno no desea tanto lo que se posee,  está muy visto y a mano. 
Cuando alguien llora también nos parece inadecuado, violento e infantil, o propio de persona falta de control. Ayer vi una chica sentada en el metro que ocultaba el rostro detrás de una cortina de pelo negro brillante. Me fijé en ella porque su postura era rara, más que dormida parecía desmadejada. Nos bajamos en la misma parada y se apoyó en la pared, cerca de donde yo esperaba el ascensor. Lloraba con un llanto inconsolable y silencioso. Su rostro no expresaba dolor, sino más bien derrota y agotamiento. Al mirarla tuve la sensación de que algo la había desbordado y así lloraba, como si no le cupieran más lágrimas dentro del cuerpo y se le derramarán por los ojos. Me sentí violenta porque me estaba permitiendo contemplar su tristeza, que es algo que no se cuenta, que se calla, disimula y disfraza, para que los demás no se consuelen con la pena ajena. Cuando era niña, y no tan niña, lloraba sin ningún pudor por la calle por cualquier cosa. Mi madre siempre me preguntaba si no me daba vergüenza que me viera toda la gente así, y no, no me daba vergüenza, en realidad me importaba un pimiento lo que pensara toda esa gente que no conocía. Necesitaba deshacer ese nudo que se me formaba en la garganta, por lo que fuera, y la única forma que conocía de lograrlo era llorando. Tampoco necesitaba que nadie me ayudara, no se trataba de eso. Sin embargo, en el metro no pude pasar de largo sin más. Suponía que esa chica no querría que nadie la agobiara con gestos de buen samaritano, pero le ofrecí mi ayuda por si su mal era físico. Me contestó negando con la cabeza justo cuando una señora de la limpieza se empeñó en averiguar qué le pasaba. Acabó diciéndole que se había mareado. Las dejé solas. Supe que era una evasiva, una mentira con la que conseguir que la dejarán en paz. No lo consiguió, lo último que escuché antes de que se cerrarán las puertas del ascensor fue una invitación a tumbarse y levantar la piernas. 
Su llanto requería soledad. Crecemos, nos llenamos el pecho con culpas, rencores, mentiras, vergüenzas y deseos que ya no mostramos en un banco del parque. Todo nos lo guardamos y sólo nos lo confesamos en la intimidad del cuarto de baño, desnudos bajo el agua que nos limpia. Probablemente, ese era el espacio que esa chica ansiaba ocupar mientras una desconocida le sostenía las piernas en alto.

martes, 9 de diciembre de 2014

Siluetas en la ventana

Esta noche, cuando volvía a casa de ser otra he pasado por delante del piso en el que he vivido durante años hasta hace apenas cuatro meses. La luz estaba encendida y la ventana de vidrios emplomados de colores se veía iluminada desde la calle. Me encantaba esa ventana pasada de moda y el arco iris de tonos fríos que reflejaba en la pared, sobre el sofá, cuando daba el sol. Dos siluetas han pasado por delante de la ventana y he visto sus cuerpos en sombra. No me ha dado tiempo de mucho, sólo de ver que se trataba de un hombre y una mujer. He imaginado que mi silueta se habrá hecho visible mil veces antes y he sentido nostalgia por la que había sido nuestra casa. Recordé hábitos perdidos, como mirarme en el espejo enorme de la portería antes de salir, o revisar el contenido del buzón mientras pensaba que tenía que cambiar de una vez la etiqueta con nuestros nombres casi borrados por el uso. Recordé el primer día que entramos por la puerta siendo tres o la mañana que gastamos pegando unos pequeños corazones rojos en una pared de la habitación de Noa.
Me pregunté si nuestros cuerpos habían dejado su huella en esa casa tal como ella se nos había pegado a la memoria. Quizás restos de mis gritos de enfado, de alegría o de placer se habían quedado imprimidos en las paredes, quizás los ecos de los primeros pasos de Noa se podían escuchar en el pasillo si pegabas la oreja al suelo o, tal vez, los fantasmas de mis plantas muertas vagaban resecos por el larguísimo balcón asustando a los geranios rojos que la nueva inquilina había colgado de la baranda. Rastros olvidados que continuaban la vida de la que nos desviamos yéndonos de allí.
Pensando en estas cosas llegué a mi nueva casa. Abrí la puerta y salió a recibirme mi gato cobarde; me pareció que una sombra huía de la luz del recibidor.

miércoles, 19 de noviembre de 2014

Gracias, papis

Hoy me he despertado despacio de un sueño lento. Al escuchar el pitido que anuncia la continuidad de la condena he apretado la almohada, los párpados y la tecla de apagado de la alarma en el móvil. He deseado con mucha fuerza no tener obligaciones, ser una millonaria ociosa o, por lo menos, una millonaria de vacaciones. Al tercer aviso del despertador mi deseo se ha ido ajustando a la realidad hasta quedarse en un mero anhelo de una mañana lenta de domingo.
El agua caliente de la ducha no ha conseguido arrastrar la capa de inseguridad y agotamiento que recubre como un pátina oleosa mi piel. Me he frotado, pero nada, esa sensación de suciedad resbaladiza ha continuado filtrándose por mis poros hasta llegar a la boca del estómago, convertida en náusea.
Cada día salgo de casa con prisas y una vergüenza rara. Evito los ojos de los demás, me creo desagradable, como si una urgencia me hubiera obligado a salir después de varios días de gripe, con el pelo lleno de grasa y una mala cara de espanto. Da igual el rato que me pase delante del espejo, la cantidad de colorete y pintalabios que me ponga, o los centímetros de seguridad extra que me ofrezcan los tacones. Dan igual todos los esfuerzos que haga por disfrazarme de mujer, me siento una niña pequeña, sola en un rincón del patio del colegio mientras los demás niños juegan indiferentes.
Dan igual las frases ensayadas o los silencios prudentes, la gente huele mi miedo, y me resulta tan difícil fingir que no lo noto. En casa me enseñaron a decir siempre la verdad, como a todos, imagino, pero la contundencia de los métodos empleados para convencerme de ello me hizo ser incapaz de decir una mentira sin que el pánico me delatara. Menuda educación, me condenaron a ser sincera. Eso sí, siempre digo 'hola', 'adiós', 'gracias', y no hablo si no me preguntan. Una niña muy bien educadita incapaz de destacar en nada. Gracias, papis.
Sólo consigo ser yo misma en la intimidad de sábanas revueltas, cuando no hacen falta palabras adecuadas, ni ropa de marca, ni precisión alemana. Sólo en el deseo, el placer y la entrega soy consciente de que se puede ser libre. Aunque esto no me lo enseñaron mis padres, lo aprendí solita.


lunes, 10 de noviembre de 2014

La secretaria

Sus ojos fríos de Bette Davis repasaron con mirada desapasionada la línea del escote de Mar. Esos ojos de expresión invariable buscaban una arruga, una peca de forma irregular, una mancha, un hilo suelto, cualquier defecto en el que apaciguar la inseguridad que sus ojos helados eran incapaces de expresar. Todos la tenían por una mujer dura y sin compasión, por una líder pequeña y de aspecto frágil, pero sólo al primer vistazo porque al segundo se convertía en alguien a quien temer. Tenía clase, dinero, apellido y poder. Tenía una maravillosa piel blanca y una voz dulzona que conseguía disimular su furia y su exigencia. Pero se enfurecía y exigía. Y envidiaba la perfección ajena que la ponía nerviosa. Pero no la delataba nunca ni su lengua ni ningún otro músculo de su cuerpo. Bajó sus ojos d Bette Davis por el cuerpo de Mar y prosiguió con su búsqueda del fallo, aunque no lo encontró y sus ojos se abrieron un poco más de la cuenta, en un gesto que repetía cada vez que se sentía frustrada o contrariada. Yo había aprendido a identificarlo de tantas veces que me desaprobaba. Miraba mi ropa barata cuando llegaba a la oficina y lo hacía, miraba los tachones en mis papeles cuando tomaba notas en las reuniones y abría así los ojos, como cuando uno siente que le escuecen por falta de sueño. Pero nunca decía nada. Se guardaba todas sus opiniones para sí. Mar no se dio cuenta de que estaba siendo inspeccionada, y no sólo por Bette, la impávida, sino también por Martín, el insaciable. No me importaba mucho ocupar un asiento de la última fila, al menos me permitía observar sin ser vista, una especie de James Stewart sin ventana, a los que se sentaban delante, a esos que tenían una tarjeta de visita con cargos en inglés. Me tocaba pasar desapercibida, en tres años nadie había reparado en mí, nadie me pedía que interviniera, a nadie le importaba lo que pensara, sólo tenía que grapar los informes que luego repartiría a los asistentes antes de empezar la reunión y hacer doble click sobre la opción de siguiente diapositiva durante las exposiciones de los jefes. Algunos días, para animarme por la mañana y ser capaz de ducharme sin ahogarme bajo el chorro de agua caliente, me imaginaba que acudía desnuda de cintura para abajo a la oficina. Nadie se daba cuenta hasta que me pedían que fuera a por un café para cualquiera y al levantarme les ofrecía una visión metafórica de mi desapercibido culo muy ajustada a mis sentimientos.

viernes, 24 de octubre de 2014

Bragas, mentiras y calles antiguas

Esa tarde pasé por unas calles que no pisaba desde hacía mucho. Desde que era niña, cuando estaba a punto de dejar de serlo y creía que lo entendía todo y que un acto de rebeldía inconfesable era ir caminando al colegio en vez de coger el autobús como me ordenaba mi madre. Al ver que aquella plaza de adoquines ni redonda ni cuadrada, sin árboles ni zona infantil ni vistas a ninguna parte seguía igual que entonces, como si los chavales que fumaban y escupían cáscaras de pipas apoyados en las barandas nunca se hubieran ido y siguieran siendo los mismos niños perdidos, me vino a la memoria una amiga de aquellos años, una niña de pelo pobre y siempre despeinado, de ojos raros de mujer pequeña y triste. Éramos muy amigas y cada mediodía picaba al timbre de su casa, junto a la plaza, para hacer el camino juntas. Ella me contaba todo. Todo lo que la ayudaba a no pensar en el desastre de hogar en el que había caído. Me contaba cosas como que su padrino era un cantante italiano famoso que la había invitado a pasar el próximo verano en Italia, que su padre se drogaba y se ponía muy nervioso y daba miedo, o que su madre, que era una señora ojerosa tan despeinada como la hija pero con los ojos mucho más tristes, nunca estaba en casa porque era la asistente de una actriz de Hollywood. Mi amiga mentía mucho, pero a veces se olvidaba de hacerlo y en el cuento maravilloso de su vida se le colaba alguna verdad heladora. Nunca le confesé que no me creía sus mentiras, me parecía una crueldad hacerlo porque, aunque por entonces no sabía casi nada de casi nada, entendía que mi amiga era un poco menos infeliz inventando esas historias y a mí no me daba la gana de estropearle la huida. 
Deseábamos correr por las aceras, sin embargo no lo hacíamos porque ya éramos mayores, como nos recordaban las curvas que la tela basta del pichi empezaba a apretar. Comíamos chucherías y nos contábamos todo. Un día nos encerramos juntas en el baño y se bajó las bragas. Estaban manchadas de sangre. Se sentía contenta porque ya era una mujer y podría hacer cosas con chicos. Yo nunca había visto unas bragas llenas de rojo y me impresionó su oscuridad. La miré a sus ojos raros y me pareció ver brillo en ellos por primera vez. Me dio mucha pena porque, a pesar de que yo no sabía nada de nada y menos de chicos, intuí que esa sangre y ese deseo precoces no la ayudarían a salir del laberinto en el que la habían abandonado sus padres. Supe además que llegaría un momento en que yo también la abandonaría, que su camino no sería el que yo tomaría, pero de eso nada le dije. Descubrí, sin que nadie me lo explicara, que la verdad puede dejarnos muy solos y que muchas veces es mejor callarla.
Vi que aún quedaban mujeres de luto con camafeos sobre sus pechos en los que se descolorían fotos viejas de muertos jóvenes, muchas chicas con el pelo teñido de negro ala de cuervo, señoras que al bajarse del autobús se despiden de la conductora con un 'hasta mañana, guapa' y abuelas que comparten sus soledades en un banco deseando que se les pase la tarde. No me esperaba pasar por allí, fue el autobús que cogí al salir de mi reunión con una editora en las nuevas oficinas a las que se habían trasladado el que me llevó a esa zona que frecuentaba de pequeña. Al ver la portería en la que vivía aquella amiga pulsé el botón de próxima parada. No había llegado a mi destino pero como no tenía que ir a recoger a Elsa, Héctor estaría entreteniéndola antes del baño, podía tomarme un rato. Me apeé justo donde hacía muchos años se subían al autobús los niños pijos que iban al Virolai, con su pelo rubio y sus palos de hockey. Entonces no sabía qué deporte era ese, y mi ignorancia me aclaraba que ellos podían acceder a algo que a nosotras, las niñas de pichi gris de un modesto colegio de monjas que no tenía gimnasio ni nada que se le pareciera, nos quedaba muy lejos. Era como compartir autobús con una especie superior de humanoides. Por suerte se bajaban enseguida.
Me apoyé en la baranda de la plaza en la que tantas veces había esperado a que mi amiga bajara de su casa. Respiré hondo y cerré los ojos con fuerza para aliviar el picor que me producían tantas horas leyendo en la pantalla del ordenador. Cuando las luces de las farolas se encendieron de golpe anunciando la noche todavía quedaban críos dando pelotazos en la plaza y había madres avisando a gritos de peligros invisibles. Me fijé en una mujer gordísima con los brazos más grandes que mis muslos apoyada en el quicio de su negocio vacío, un bar llamado Mirador que no ofrecía más paisaje que el escaparate abigarrado de la droguería de la acera de enfrente, a unos siete u ocho metros de distancia. Todo seguía igual. Edificios baratos con pequeños ventanucos, calles estrechas con aceras insuficientes, gatos callejeros debajo de los coches, ropa fea en las tiendas de moda, abuelos jugando al dominó en bares con nombre de provincia andaluza. Incluso yo había vuelto y no importaba mucho que hubiera sido el azar el que me había llevado hasta allí. En realidad nunca me había marchado de ese barrio, cada día me asaltaba en algún momento la inseguridad que siempre me había producido saber que pertenecía a ese pequeño mundo feo y mediocre.

lunes, 22 de septiembre de 2014

Tambores cercanos

Ayer, en el parque de la Ciutadella, vi a un grupo de africanos que tocaban los tambores. La melodía que creaban con su percusión tenía un ritmo inevitable de ritual primitivo. Estaban rodeados de gente, todos les mirábamos embobados golpear las pieles de los instrumentos tan tirantes como los músculos de sus brazos y todos bailábamos, incluso aquellos que no se movían, porque su música se metía por las venas y provocaba el acompasamiento de los latidos del corazón a su ritmo. Miré a mi alrededor y vi cómo se movían algunos pies, cómo algunos hombros se levantaban y bajaban, cómo se balanceaban algunas piernas cruzadas; incluso Noa, a sus catorce meses, bailaba como una loca y golpeaba el suelo con sus pequeños pies. Pero todo el protagonismo se lo llevó una mujer de unos cincuenta años que salió descalza al centro del semicírculo de arena que había quedado entre el grupo de músicos y el público improvisado. Llevaba el pelo largo y suelto y un vestido largo. Empezó a bailar con los ojos cerrados. Su cuerpo se movía bien, sus piernas, sus caderas parecían sincronizadas con los golpes de los africanos. Y sonreía, todo el rato. Era una mujer gruesa que no sentía ninguna vergüenza al enseñar las pantorrillas y los muslos cuando se remangaba el vestido para moverse mejor. Escuché algunas burlas a mi alrededor, algún comentario obsceno sobre la voluntad encubierta de su baile. Pero a la mujer le importaba todo un pimiento, se mostraba feliz. Y se alargó más allá de la osadía irreflexiva, continuó después de los escasos minutos que hubiera durado un atrevimiento espontáneo y se acercó al punto de deseo de libertad cumplido. Sentí mucha envidia, quise lanzar mis sandalias al césped y saltar junto a esa mujer para mancharme los pies de polvo y hacer el ridículo más liberador y hermoso que he visto en mucho tiempo. Sin embargo, esta vez tampoco me atreví.

jueves, 21 de agosto de 2014

Muñecas

Dicen que no se debe decir nunca jamás porque nunca jamás se cumple la promesa. Aunque conozco casos en los que ese nunca sí ha sido un jamás. Por ejemplo, mi abuela en sus 85 años de vida nunca se ha puesto un pantalón. Es de esas mujeres de falda y combinación con encajes asomando por el dobladillo cada vez que se sientan. Podría suceder, no es que ponerse un pantalón sea imposible, ni siquiera es complicado, pero estoy segura de que jamás se pondrá esa prenda de hombre mientras su cabeza y su voluntad sigan intactas. Es una de aquellas mujeres que sabían perdectamente lo que eran cosas de hombres. Como el Soberano, como entrar en un bar aunque sólo sea a pedir cambio, o fumar, o beber, o salir por ahí, o engañar, o ser infiel, o pegar, o decidir. Mi abuela siempre se queja de que las mujeres de hoy en día no son femeninas, no se maquillan casi, no se arreglan nada. Y me da mucho miedo darme cuenta de que su idea de lo que es una mujer se parece mucho a la idea que tengo yo de lo que es una muñeca. Así éramos no hace tanto, hace apenas una vida: preciosas muñequitas arregladitas con las que jugar a vestidos y a mamás y papás. Muñecas que colocar en una estantería y contemplar y quitar el polvo de vez en cuando, en el mejor de los casos; o muñecas que maltratar, descuidar, despeinar y olvidar en el fondo de un armario.
Así éramos entonces, en aquellos años grises en los que creció mi abuela. Pero pienso en cualquier tienda de juguetes de hoy y me dan mucho más miedo esas muñecas adolescentes hipersexualizadas que parecen haber pasado por las manos de un cirujano plástico con tendencia al exceso, que las dulces muñequitas de porcelana de ojos redondos de cristal que tiene mi abuela en una vitrina.

viernes, 20 de junio de 2014

Un poeta

Ayer conocí a un poeta tranquilo. Se movía despacio, se fijaba despacio y, sin prisas, iba desvelando las grietas silenciosas que se abren entre las líneas ajenas.
Y descubrí, justo antes de que una mariposa amarilla se estrellara contra mi pecho, que el placer arrancado a arañazos acaba convertido en roña oscura debajo de las uñas.
Ayer, en un autobús, no conocí a José Escudero Díaz, nacido en 1929, que volvía a casa solo después de un ingreso hospitalario. Pero supe de él por la pulsera de plástico blanco que le ceñía la muñeca  y en la que se leía quién era. Y un grupo de niños con los pies llenos de arena gritaban una y otra vez mi nombre aunque no me llamaban a mí. 
Por la noche llegaron las risas. Alguna carcajada hueca que sonaba a matraca alegre y molesta. Presencié  los esfuerzos de un hombre y una mujer por disimular una confianza inevitable de carne que ha respirado el mismo aliento, y oí voces cercanas que pronunciaban mentiras impúdicas mientras, al fondo, una chica muda explicaba mil cosas con sus manos sinceras y sus ojos tan limpios que daba mucha pena saber que algún día se mancharían de vida.
Y entonces sentí miedo. Supe que siempre habrá un poeta que dejará al descubierto mis huecos.



viernes, 13 de junio de 2014

La historia de la niña-túnel


No sé cómo empezar a contar esta historia. Será porque no es mía. Esta pertenece a una niña que no sabe explicarse porque no entiende nada, una niña que necesita las palabras de otro y le he regalado las mías.

Cuando le pregunté por qué le pasaba lo que le pasaba me contestó que porque era un túnel. Primero creí que no se estaba expresando bien porque no domina el castellano. Le volví a preguntar y me contestó lo mismo, pero sin dejar espacio para la duda: soy una niña-túnel. Tampoco la comprendí entonces, pero tenía prisa y lo dejé pasar.
Estuve dándole vueltas a esa extraña manera de definirse y recordé un libro de Amélie Nothom, Metafísica de los tubos, en el que la autora describe al bebé que fue como un tubo con orificio de entrada y de salida. Cuando lo leí me pareció una novela original y brillante. También graciosa. Sin embargo, me temía que la historia de la niña-túnel no iba a tener ni pizca de gracia cuando la descubriera. Y no me equivocaba.
En el colegio Aisha era una alumna más. Quizás demasiado tímida, le costaba muchísimo hacer amigos y odiaba participar. Como tantos otros niños. Pero su cuerpo no actuaba dentro de los parámetros de la normalidad. A veces se hacía pis encima. Otras veces se hacía caca. Casi siempre me daba cuenta después de que algunos niños de la clase empezaran a reírse y a señalarla a la vez que se tapaban la nariz con los dedos. Ella ni se movía. Se quedaba muy quieta, con la cabeza agachada, mirando fijamente su pupitre, como si en esa mesa se encontrara el horizonte más lejano hacía el que podía huir. Yo reñía a sus compañeros y me la llevaba al baño. La ayudaba a asearse y le conseguía unos pantalones de recambio. No lloraba, no quería irse a casa, no preguntaba por su madre ni por nadie. Aceptaba las atenciones y volvía a ocupar su sitio. Después intentaba continuar con la clase mientras la veía esforzarse por no escuchar las burlas de los demás niños con la mirada puesta en la superficie de su mesa en la que alguien había dibujado un cerdo.
Aisha era alumna de mi clase de tercero de primaria. Tenía 9 años. No tenía edad para cagarse encima. Hablé con su madre, pero la mujer no mostraba demasiada preocupación por el asunto. Le extrañaba, pero no parecía tener mucha intención de buscar ayuda médica o psicológica. 'Será que se está adaptando mal a su nuevo colegio', me dijo. Noté en su voz una vibración determinada, la de la mentira que rompe el tono cuando se cuela entre las verdades. El ruido que hace es tan característico que cuando has estado rodeada de mentirosos durante años nadie más te puede engañar. La vida te obliga a fingir, a disimular, porque está feo desnudar a los adultos y dejarlos en pelotas frente a sus escuálidas verdades. Eso nos dicen de pequeños: 'No dejes por embustero a papá o a mamá delante de la gente; está muy feo'. Pero nadie nos pide perdón por comprometernos y salpicarnos con sus mentiras de personas ejemplares. Qué cínicos somos, pedimos a los niños que digan siempre la verdad cuando no somos capaces de ser sinceros ni con nosotros mismos. El chirrido de la mentira de la madre de Aisha fue estridente. Los oídos me dolieron, se me erizó la piel y sentí cómo se me contraía el estómago. Deseé por primera vez que mi particular y eficaz detector de mentiras estuviera estropeado. Deseé que por una vez los adultos dijeran la verdad.

Un día, después de que volviera a ensuciarse en medio de mi clase, me llevé a Aisha a un despacho y le pregunté por qué se hacía todo encima. Me dijo que no se daba cuenta, que le sucedía sin más. Entonces intenté que me contara cosas de su familia. Me habló de su hermana pequeña, que era muy traviesa y divertida; aún era una montaña sin excavar que llegaba hasta el cielo azul. Le volví a preguntar qué era ella. Me insistió en la idea de la niña-túnel. Era una niña con rincones oscuros por escrutar, era una cueva sin luz habitada por monstruos que debían de ser encontrados y aniquilados para poder seguir adelante. A veces deseaba parecerse a su hermana, pero su etapa de montaña quedaba lejos. Me aclaró que todas las niñas-montaña acaban siendo niñas-túnel. Todas se quedan sin cielo. Es cuestión de tiempo. Y a mi hermana le falta poco. No era clara, no me decía nada más. Quise saber de dónde sacaba esas ideas, pero sólo me decía que sucedía así desde siempre. Y punto. Cambié de tema, le pedí que me describiera su habitación. Tenía dos. Una en casa de mamá y otra en casa de papá. Prefería la que compartía con su hermana en el piso de su madre. Entraba la luz del sol y las cortinas eran de color lila, su preferido. La habitación de casa de su padre era oscura, la persiana siempre estaba bajada y si abría la ventana se colaba un fuerte olor a excremento de pájaro. Debajo del alféizar anidaban unas palomas y el hedor era insoportable. Le daba mucho asco esa habitación. Al sugerirle que le pidiera a su padre que echará a las palomas me dirigió una mirada que no había visto jamás en ningún niño y me susurró que eso era imposible, su padre la mataría si lo hacía porque esos pájaros y su peste eran una señal de que Tchimeran estaba cerca y la quería a ella. Si le pedía eso era como avisarle de que ese demonio se le había vuelto a meter dentro y tendría que soportar que su padre lo buscara por cada agujero de su cuerpo. Llevaba mucho tiempo intentando matarlo, pero nunca lo encontraba. Cuando acababa la búsqueda ella no podía moverse por el dolor durante un buen rato. A veces mataba a un Jinn y su sangre manchaba las sábanas de la cama. Pero no conseguía matarlos a todos, siempre veía alguno huyendo por sus túneles.

El informe del hospital pronosticaba que Aisha no se recuperaría físicamente de las lesiones sufridas durante años. No podría controlar su esfínter. Ni su miedo, ni su odio, ni su inseguridad, ni su pena, ni su soledad, aunque eso no lo decían los médicos.

La niña-túnel no se llama Aisha, pero esta historia sí es su historia.


miércoles, 28 de mayo de 2014

Botas de agua


Hoy ha llovido, ha caído esa lluvia fuerte, constante y melancólica que te hunde en el colchón por la mañana. Y al salir a la calle he añorado las botas de agua azul marino que tenía de niña. Ya no se llenan las pozas de los árboles, ni los niños saltan dentro empapándose las piernas mientras se protegen la cabeza con un paraguas. Quizás sólo es que no me fijo. Recuerdo cómo esas botas de plástico me recocían los pies y cuanto me repugnaba la piel blanquecina y arrugada de los dedos cuando la descubría al quitarme los calcetines. Siempre azul oscuro, no podían ser de otro color. Qué manía la de las monjas de mi colegio con el azul marino y con el gris. ¿Por qué nos prohibirían los colores alegres? Para uniformar, decían. ¿Sólo para eso? Me temo que no. Nos prohibían la alegría al negarnos la posibilidad de calzarnos unas botas rojas o amarillas, de ponernos unos calcetines de rayas multicolores, de vestir debajo del pichi un polo azul, pero no oscuro, sino del color del cielo, o un cían eléctrico. Lo más alegre que nos permitían era el blanco. Claro, puro, sin mácula. Ni esa opción era inocente. El blanco nunca me ha parecido un color alegre ni me da sensación de limpieza. Cualquier roce lo ensucia, incluso el sudor del propio cuerpo lo mancha. Te obligaba a ir con cuidado al jugar en el patio, te hacía sentir miedo a la hora de comer espaguetis con tomate. Y daba mucho trabajo a las madres, que tenían que volver a recuperar el resplandor de esos calcetines rozados, de las mangas manchadas de tinta de boli Bic. Y lo increíble es que lo conseguían.
De camino al metro he mojado las puntas de mis zapatos rojos en cada charco que veía. No me he puesto a saltar ni me he salpicado los tobillos, ni he tirado el bolso al suelo como hacen los niños con las mochilas justo antes de ponerse a correr. No, no lo he hecho.



jueves, 8 de mayo de 2014

Es lejos de aquí


Esta semana mientras repasaba los titulares de un diario junto a otra persona me llamó la atención un mapamundi con varios países en sombra, casi todos en África. La cabecera de la noticia se refería a la alarma creciente por el aumento de los casos de polio en el mundo. Lo leí en voz alta porque me pareció grave. La otra persona sólo hizo un comentario después de mirar brevemente el mapa: "es lejos de aquí". Me dolió esa frase y pensé que en realidad todo lo que no sucede dentro de uno mismo, está lejos de ese aquí que mencionó. Lo que le pasa al otro le pasa muy lejos, en un territorio desconocido. De repente recordé a una niña rubia de mi antiguo colegio de EGB, que ya ni siquiera existe. Recordé su precioso pelo, que me parecía un animal con vida propia. Recordé que era muy delgada, que siempre llevaba el pichi un poco demasiado corto y le dejaba las rodillas al aire, cosa que no gustaba mucho a Sor María, la directora. Recordé sus rodillas nudosas, los zapatones negros y los hierros y correajes que ceñían su pierna izquierda, pequeña, débil, casi sin movimiento. Me dio rabia no poder recuperar su nombre, en mi memoria era la niña con polio. El tiempo pasado también está lejos de aquí, ¿no? Quizás no tanto.



jueves, 24 de abril de 2014

Piernas

En dos días he visto tres perros a los que les faltaba una pata y me he cruzado con esa mujer sin piernas que lleva años pidiendo limosna cerca de Portal de l'Àngel. Las primeras veces que la vi sentada en la acera sólo pude fijarme en sus muñones, que acaban en un nudo de carne justo por encima de donde tendrían que haber estado sus rodillas. Poco a poco fui completando el retrato con la ausencia de sus dientes, con su pelo enmarañado recogido en lo alto de la cabeza y con su mirada huérfana de horizonte.
Me pregunto si a los perros también les duelen sus miembros fantasmas.
He visto los arañazos blanquecinos que las bolsas de cartón de las tiendas de ropa dibujan en los muslos de las turistas, que renuncian a las medias con el primer rayo de sol que les calienta la nuca. Y como un hombre de unos sesenta años clavaba los codos sobre sus piernas en un banco de un parque sin niños. Con una mano aguantaba una lata de cerveza barata y con la otra, todo el peso de su mala estrella.  
También me he dado cuenta de que la mancha rojiza de nacimiento que tiene Noa en un muslo ha crecido. Como ella, como su pelo, como sus dientes de leche, como su risa y mis ganas de oírla.
He visto algunas piernas de escritoras rematadas con tacones desgastados y pasos fuertes; otras, con tacones de marca andando de puntillas. He visto piernas cortas de escritores enormes y piernas largas de escritores guapos y famosos.
Y me he dado cuenta de que en dos días no he sido capaz de averiguar cómo llamar a alguien que no tiene piernas. Cojo no. El que cojea aún puede avanzar, aunque sea a trompicones.



viernes, 28 de marzo de 2014

Sexos

Siempre le ha ruborizado la desnudez cercana de otros cuerpos. Será por culpa de la educación recibida y de cierta timidez innata. El tacto de otra piel sin la barrera de la tela le resulta inquietante como si todas las pieles fueran de reptil. Pocas veces el contacto fortuito de carne ajena no le provoca un escalofrío. Hombros sudorosos en el metro, manos que tocan sin permiso la espalda para abrirse paso o se ofrecen a estrechar las suyas, muslos que se rozan en el asiento del autobús...
Para ella el vestuario de un gimnasio es un sitio extraño. Verse rodeada de mujeres sin ropa la incomoda a la vez que le hace sentir curiosidad por la impudicia de la mayoría y por las formas ajenas. Y por los sexos.
Mientras lucha con la toalla que siempre intenta caerse al suelo y dejarla al descubierto, observa disimuladamente los cuerpos próximos a su taquilla. Una chica joven, de carne firme y lisa, se agacha delante de ella para recoger un bote de desodorante del suelo húmedo. Le provoca vergüenza ver como esa flexión expone a la vista de las demás su coño oscuro. En esa postura ese sexo le recuerda al de una yegua. Un sexo animal, de mamífero, exhibido sin los tapujos propios de la civilización. En el banco, sentada a su lado, una mujer mayor intenta ponerse los calcetines de media. Los pechos le cuelgan de manera lastimosa, le oscilan como péndulos que señalan, hasta que el tiempo los pare, la vida que pasa. Le sorprende ver que la vulva se hincha con el sobrepeso y tapa el verdadero secreto.
Se da cuenta de que hay tantos tipos de genitales como de mujeres: sexos invisibles que la vejez oculta tras la carne deshecha, sexos jóvenes descarados, sexos gordos, sexos con aspecto de planta carnívora, sexos tristes, sexos inocentes como de niña, sexos avergonzados que se tapan tras mucho vello, sexos con forma de boca, sexos negros, sexos rosas.
Pero lo que más le sorprende es que todos esos sexos le parecen un ser vivo, independiente, oculto entre las piernas de las mujeres. Quizás sea así, quizás se esconda en esa gruta profunda el yo verdadero, que sólo a veces se asoma a los ojos. Permanece cómodo y paciente a la espera de devorar carne de hombre, a la espera de morir una vez tras otra y resucitar siempre, a la espera de convertirse en una salida doliente hacia la vida.
Se metió en la ducha y sólo cuando cerró el pestillo de la puerta se desenrolló la toalla que apretaba bajo las axilas. La colgó, separó las piernas y se tocó por dentro. Se estremeció. Pensó que ya era hora de conocerse a sí misma y empezó a buscarse con los dedos.



miércoles, 12 de marzo de 2014

Los caníbales

Dos caníbales. Los dos reducidos a carne, a colmillos, a piel, a huellas dactilares.
La verdad reducida a piedra en el zapato, a arrecife de coral. Sólo dejamos de ella las espinas.
Tú ganas, siempre. Yo pierdo.
Tu mentira es un velero sin motor. Y las olas del mar. Y el viento. Y el deseo que vuelve con la tormenta.
Tus verdades son todas mentira. Lo he sabido desde el segundo día. También sé que mi verdad nada te importa.
Te importan los espejos, los cuchillos y las brasas de aquel fuego. Y aquellos tendones míos que no pudiste devorar. Las cuerdas de una marioneta que te cansaste de manejar.
Mi cruceta en tus manos. Mi cruz, tus ojos. El pozo oscuro en el que siempre queda un charco de lodo espeso y culpable al fondo.
Qué feo que es el verbo pisar al hablar de sexo, aunque sea el de las gallinas y los gallos de corral.
Pero ahora no toca hablar. Devorémonos en silencio mientras llega el día en el que toque gritar.

lunes, 10 de marzo de 2014

Garabatos

Anoche vi a un chico parado frente a uno de esos cilindros que Barcelona usa para anunciar algunos conciertos. Miraba a izquierda y derecha con la expresión de un actor de cine mudo que intentara disimular un acto sospechoso. Estaba pegando papeles sobre la mano de mujer que cubría parte del rostro de Enrique Iglesias. Primero creí que ofrecía sus servicios como profesor de algo, canguro, paseador de perros, pintor... Pero es que los trozos eran tan pequeños que ahí no podía caber ningún minijob por precario que fuera. Pasé de largo porque tenía prisa, aunque resolví averiguar qué había colgado cuando pasara de vuelta. 
Fue entonces cuando pude acercarme. Ningún papel llegaba al medio centímetro cuadrado y todos estaban escritos con una tinta azul desgastada. Intenté leer palabras, no lo logré. Luego busqué letras, pero no las encontré. Eran garabatos con forma de palabras. Ahí estaba colgada con minúsculos triángulos de cinta de embalar una historia rota que nadie más que ese chico podía comprender.



jueves, 27 de febrero de 2014

Apariencias


Aparentar. Esa debía ser una de las cinco palabras favoritas de David. Las otras cuatro podrían ser: dinero, sexo, mentira, poder. Le había salido el esquema de la sinopsis de una película de Scorsese, no por casualidad era uno de sus directores favoritos. Cinco sustantivos, un sólo verbo. Todas sus acciones  estaban ordenadas por ese verbo que tanto le gustaba. Todo en él era fachada. La fachada impecable de una elegante finca regia llena de humedades y plagada de carcoma que devoraba silenciosa e incansablemente las vigas que aguantan sus techos.
Inés veía así a David desde hacía años. Al principio creyó en él, pero pronto empezó a sospechar que nunca era sincero. Con el tiempo constató muchas veces que mentía. Le resultaba cómico, casi patético, ese convencimiento que en un momento de flaqueza alcohólica le confesó: creía que sí nadie podía demostrar una mentira suya, ésta no existía.  Lo creía de verdad. Esa fue la noche que dejó de quererle. Para Inés cuando una persona conoce bien a otra, cuando ha traspasado la frontera de lo social para pisar el terreno personal más abrupto y oscuro, ése que muy pocos llegan a visitar, entonces no valen fingimientos, y si no se destapan es por pereza o por interés, ya sea por mucho o por poco.



Maternidad, a toro pasado

No reconocía esa silueta, era como si desde el otro lado de espejo se asomara otra persona que sonreía con un rictus entre burlón e inquietante. No me identificaba con mi cuerpo y esa sensación de otredad me estaba llevando a una esquizofrenia callada e íntima. Muchas de  las amigas que estaban pasando un embarazo o ya habían pasado por uno decían sentirse especiales, vivir un momento mágico. Todas las revistas, emails y anuncios sobre maternidad que recibía por email desde que en Google había buscado varias veces las palabras embarazo, semanas o feto, hablaban del tema con ridículos diminutivos, daban consejos para algunos inconvenientes estéticos e ilustraban esos textos cargados de tópicos y eufemismos con fotos de pequeños duendes con gorro y pañal. Todos. Ninguno hablaba de los dilemas íntimos, de la imposibilidad de tener sexo durante meses por cuestiones varias, del miedo a lo irremediable, de la transformación del cuerpo en un recipiente deforme, como si una anaconda hubiera cometido un error de cálculo al devorar a una presa demasiado grande.  Estaba convencida de que no todas las mujeres ven esa nueva forma embellecedora, de que algunas dudan de su inminente papel de manantial de leche. Todo lo políticamente incorrecto disimulado, y no me sorprendía la coincidencia. Todo lo camuflado bajo una montaña de azúcar coincidía en gran parte con tabúes sociales, con silencios de matriarcado, con secretos que ni siquiera las madres comparten con las hijas porque ya no vivimos en la naturaleza y acallamos los instintos, la esencia de la especie. Hacen falta cursos con comadronas, consultas con psicólogas, clases para dar el pecho, como si parir fuera una técnica avanzada de la sociedad. Se nos olvida que es algo primario, animal; son vísceras, sangre, dolor, gritos, llanto. Somos como esas gorilas separadas de su núcleo familiar y encerradas en un zoo demasiado pronto que al parir a su cría la rechazan. Nunca habían visto algo así, ninguna otra de su especie les ha enseñado, ni han podido aprender a fuerza de ver nacer y morir a sus congéneres. Y no sienten nada. No tienen el instinto. Eso nos pasa a nosotras. Necesitamos una suscripción a una revista mensual sobre mamás y bebés para saber qué hacer cuando el niño tiene mocos, o afirmar que somos muy de tal o cual pediatra con barba y manual publicado para sentirnos respaldadas por un método. Desconfiamos de madres y abuelas como si criar a un hijo fuera algo novedoso y ellas estuvieran pasadas de moda. Damos la espalda a la especie, nos bajamos una aplicación de smarthphone llamada white noise en vez de cantar nanas. Eso sí, a número de fotos casi secuenciales no nos gana ninguna generación anterior. Ni ninguna otra especie, claro.

lunes, 17 de febrero de 2014

Viento

 Hace un par de días un ciclista, equipado desde el casco hasta las bambas especiales con anclajes para pedales, me preguntó a primera hora de la mañana en mitad de una acera del barrio con vistas al mar en el que trabajo si por ahí cerca había un karaoke. Después de conseguir apartar un mechón de pelo que el aire se empeñaba en pegarme a la boca, le contesté que sabía de uno en un centro comercial cercano. Mi respuesta no debió convencerle porque paró a otra persona para intentar averiguar algo más sobre el karaoke que andaba buscando a unas horas y con unas pintas absurdas.
Seguí mi camino y me olvidé del señor del casco, tapabocas y mallas.
A la hora de la siesta de ese mismo día vi de lejos otro ciclista. El chico avanzaba haciendo un caballito sobre la rueda trasera. Así lo vi llegar, así pasó por mi lado y del mismo modo lo perdí de vista.
El ciclista equilibrista me ayudó a darme cuenta de algo: hacía mucho aire.
No parece que una cosa tenga que ver con la otra, pero supe que había una relación. La actitud extravagante de los ciclistas se debía al viento. Tenía que ser eso.
Toda esa semana estaba soplando fuerte, decían en el telediario que las rachas podían llegar a los noventa kilómetros por hora en nuestra zona, subiendo hasta los ciento veinte en Cap de Creus. De camino a casa vi volar hojas, papeles y plásticos abandonados en las aceras, como en aquella escena de la película American Beauty. También pude ver varios paraguas vueltos del revés tirados en las papeleras. Había llovido justo antes de amanecer.
Pensé que el viento, cuando sopla así de fuerte, nos hace bailar de un modo similar a como hacía con esos papeles y hojas, pero por dentro. El aire se nos cuela por los huecos de las mangas, nos sube por las muñecas y encuentra siempre rendijas por las que colarse entre nuestra piel y nuestros huesos. Una vez que consigue entrar por un arañazo o por debajo de nuestras uñas, o enredarse entre nuestro pelo, ya no podemos salvarnos de su poder. Nuestra cabeza se convierte en el ojo de un pequeño huracán inadvertido. El torbellino nos remueve por dentro, deja en nuestros suelos las ideas más pesadas y eleva los pensamientos ligeros, los sueños volátiles, las ilusiones leves, los deseos etéreos. Los pone a danzar. No somos muy conscientes de esos efectos, pero de pronto, sin poder controlarnos, sentimos la necesidad de cantar, saltar, llamar a alguien del pasado, escribir un poema, apuntarnos a un curso de inglés o de flauta travesera, comprarnos una palmera en una isla desierta, o unos tacones de diez centímetros y un rouge de Dior. Y casi siempre queremos gritar.
Recordé al ciclista con ganas de cantar y sonreí. Se le había metido dentro el vendaval.


lunes, 3 de febrero de 2014

El olor a manzanilla del patio de mi abuela


En el trabajo cada día me pongo melancólica a la hora de comer. No entendía por qué, pero ayer me di cuenta de algo. Por el hueco de la escalera sube el olor a la comida que mis compañeros traen de casa y recalientan en el microondas. Se cuela por las rendijas de la puerta de mi despacho, llega hasta mi nariz y me pone triste. Sobre todo me deprime el olor a lentejas en fiambrera.
Curiosa relación la de los aromas y las emociones.
El olor de la manzanilla me trae a la memoria la casa que tenía mi abuela cuando era una niña. Colgaba matojos de esa planta por todo el patio para que se secaran al sol y utilizarlos luego para cocinar o para infusiones. Me encantaba arrancar las flores y olerlas, las aplastaba con los dedos para que se me metiera su perfume en la piel y poder sentirlo más tarde. Amaba ese olor. 
También recuerdo el olor acre, horrible para mi nariz de niña, que desprendía el gallinero que tenía mi abuela en la parte de arriba de la casita. Siempre que voy a uno de esos restaurantes con un pequeño corral lleno de conejos y gallinas que los padres enseñan a sus hijos después de comer, me viene a la memoria el día que nacieron ocho pollitos y medio en casa de mi abuela. Me senté juntó a mi madre a esperar que fueran saliendo del huevo uno a uno. Los veíamos aparecer, primero el pico, luego la cabeza y todo lo demás. Me parecía increíble. Pero uno de los huevos no se abría. Se balanceaba y abultaba un poco, pero el pollo que estaba dentro no parecía tener la fuerza suficiente para salir. Mi madre me invitó a ayudarle y entre las dos rompimos la cáscara. El pobre bicho estaba enfermo. Era delgado, marrón, no tenía plumas y sus ojos eran enormes, desproporcionados. Aún no me habían hablado de la muerte, sin embargo, en aquel instante supe que ese animal no saldría adelante. Y al ser testigo de ese nacimiento frustrado entendí qué había pasado con el gallo enorme que reinaba en el gallinero. Me acordé del arroz con carne que comimos el domingo anterior, justo cuando me contaron que el gallo se había ido y no entendí muy bien a dónde.
Desde ese día para mí la muerte huele a jaula de pájaro.

miércoles, 29 de enero de 2014

Hoy

Hoy he visto a dos niñas, casi adolescentes, bajar una rampa sentadas muy juntas en un monopatín. He pensado en como la edad, el tiempo, nos va separando, también físicamente.
Hoy he dado una mala noticia y he tenido que aguantar mis lágrimas al ver las ajenas. Y me ha costado menos que antes. El tiempo también nos va envolviendo de una corteza áspera, quizás por eso, porque raspamos, no nos aproximamos tanto.
Hoy, en el bus, no he cedido mi asiento a una señora mayor necesitada de bastón. Mientras retuiteaba desde mi móvil un artículo sobre la soledad de los ancianos no podía verla aguantando el equilibrio a mi lado.
Hoy he dado veinte besos a Noa repartidos en ráfagas de cinco. Disparos de amor a bocajarro.
Hoy he visto tirado en la acera un vaso de café de porexpan. Tenía una gran huella roja de un labio carnoso de mujer en su tapa de plástico. Las mujeres fatales ahora llevan cascos auriculares enormes de colores que combinan con su pintalabios y beben café para llevar.
Hoy me he acordado de la pareja que vi la otra noche desde un taxi. Vestían de manera profesional, parecían compañeros de trabajo, y estaban inmóviles. Me los imaginé paralizados por el deseo, a punto de cometer un error.
Por la mañana me he cruzado con un hombre que descargaba trozos enormes de animales en las puertas del mercado. Iba vestido de blanco, por higiene supongo, pero ese color no hacía menos roja ni menos muerta la carne. Más tarde he visto un documental sobre la transformación en la televisión de la mujer real en apetitosos solomillos de ternera con minifalda o en correosos filetes de vaca vieja con morros de silicona.
Hoy me he dado cuenta de que sin alma todo es simplemente carne.

lunes, 13 de enero de 2014

Me gusta

Me gustan los hombres que no necesitan mirarse en modelos de piedra de perfecta simetría y fantásticos tupés engominados.
Me gustan los hombres valientes que beben cerveza y se atreven con la vida.
Y las mujeres que se parecen a esos hombres.
Me gustan los bares de barrio aunque la familia de siempre amanezca un día con rasgos asiáticos.
Me gusta el momento en el que se apagan las luces en una sala de cine.
Me gusta el verano, los pies descalzos y los tirantes que resbalan por los hombros bronceados.
Me gusta el sol naranja del atardecer y la brisa que mueve las cortinas a la hora cálida de la siesta.
Me gusta el mar y su inmensidad aterradora. Y los monstruos que nadan bajo nuestros cuerpos desnudos.
Me gusta la noche con su cielo raso y sus ventanas por abrir.
Me gusta ver libros en el autobús, aunque sea novela erótica a las ocho de la mañana.
Me gustan las fotos guardadas en una caja de zapatos.
Me gustan los gatos y su sutil manera de existir.
Me gusta el silencio. Y la risa. Y el llanto.
Me gusta que en el parto me enseñaran a gritar para dentro.
Me gustan mis empeines, mis dientes desordenados y mis cicatrices.
Me gusta el negro, su ausencia de todo.
Me gustan Harvey Keitel, Adrien Brody, Geoffrey Rush, Javier Bardem. Me gusta su atractivo imperfecto. También, la perfecta frialdad de Michael Fassbender.
Me gusta la cara de Noa cuando duerme. Tanto que me duele.
Me gusta dormir. Y las sábanas desordenadas.
Me gusta ese nosotros breve aún por descubrir.

viernes, 10 de enero de 2014

No me gusta

No me gustan los hombres delicados. Ni los tiquismiquis escrupulosos que arrugan el hocico ante la sola idea de entrar en un bar con el suelo cubierto de servilletas de papel y una familia agotada y desgastada tras la barra.
No me gusta que esos hombres no sientan esos escrúpulos antes de mentir y manipular.
No me gustan los hombres que temen la más mínima arruga en el forro de su abrigo caro e impecable.
No me gustan las mujeres que se parecen a esos hombres.
No me gustan los lunes, ni los martes. No me gustan las mañanas frías, ni los abrazos helados, ni los pechos falsos.
No me gustan las personas a las que no les gustan los animales.
No me gusta no gustar, aunque cada vez me importa menos.
No me gusta madrugar, ni acostarme temprano, ni esas noches en las que sueño con caminos no andados.
No me gustan las miradas opacas, ni los ojos que miran para otro lado.
No me gustan los bares de moda, ni las copas de balón que tanto gustan a los hombres delicados.
No me gusta sentirme inválida para tantas cosas, ni la pereza que me da intentar cambiar.
No me gusta mi debilidad, aunque la perdono siempre en los demás.
No me gustan los zoos, ni las peceras, ni las jaulas.
No me gusta no ser capaz de volar.
No me gustan los hombres que corren solo para adelgazar. Prefiero a los que huyen.
No me gusta que me miren las tetas justo después de decir que no doy el pecho a mi hija.
No me gusta sentir que cada vez el tiempo pasa más deprisa.
No me gusta saber quien no voy a ser.
No me gusta el azul. Es triste e inmenso.
No me gusta el solo sin acento, ni la multitud.