jueves, 27 de febrero de 2014

Apariencias


Aparentar. Esa debía ser una de las cinco palabras favoritas de David. Las otras cuatro podrían ser: dinero, sexo, mentira, poder. Le había salido el esquema de la sinopsis de una película de Scorsese, no por casualidad era uno de sus directores favoritos. Cinco sustantivos, un sólo verbo. Todas sus acciones  estaban ordenadas por ese verbo que tanto le gustaba. Todo en él era fachada. La fachada impecable de una elegante finca regia llena de humedades y plagada de carcoma que devoraba silenciosa e incansablemente las vigas que aguantan sus techos.
Inés veía así a David desde hacía años. Al principio creyó en él, pero pronto empezó a sospechar que nunca era sincero. Con el tiempo constató muchas veces que mentía. Le resultaba cómico, casi patético, ese convencimiento que en un momento de flaqueza alcohólica le confesó: creía que sí nadie podía demostrar una mentira suya, ésta no existía.  Lo creía de verdad. Esa fue la noche que dejó de quererle. Para Inés cuando una persona conoce bien a otra, cuando ha traspasado la frontera de lo social para pisar el terreno personal más abrupto y oscuro, ése que muy pocos llegan a visitar, entonces no valen fingimientos, y si no se destapan es por pereza o por interés, ya sea por mucho o por poco.



Maternidad, a toro pasado

No reconocía esa silueta, era como si desde el otro lado de espejo se asomara otra persona que sonreía con un rictus entre burlón e inquietante. No me identificaba con mi cuerpo y esa sensación de otredad me estaba llevando a una esquizofrenia callada e íntima. Muchas de  las amigas que estaban pasando un embarazo o ya habían pasado por uno decían sentirse especiales, vivir un momento mágico. Todas las revistas, emails y anuncios sobre maternidad que recibía por email desde que en Google había buscado varias veces las palabras embarazo, semanas o feto, hablaban del tema con ridículos diminutivos, daban consejos para algunos inconvenientes estéticos e ilustraban esos textos cargados de tópicos y eufemismos con fotos de pequeños duendes con gorro y pañal. Todos. Ninguno hablaba de los dilemas íntimos, de la imposibilidad de tener sexo durante meses por cuestiones varias, del miedo a lo irremediable, de la transformación del cuerpo en un recipiente deforme, como si una anaconda hubiera cometido un error de cálculo al devorar a una presa demasiado grande.  Estaba convencida de que no todas las mujeres ven esa nueva forma embellecedora, de que algunas dudan de su inminente papel de manantial de leche. Todo lo políticamente incorrecto disimulado, y no me sorprendía la coincidencia. Todo lo camuflado bajo una montaña de azúcar coincidía en gran parte con tabúes sociales, con silencios de matriarcado, con secretos que ni siquiera las madres comparten con las hijas porque ya no vivimos en la naturaleza y acallamos los instintos, la esencia de la especie. Hacen falta cursos con comadronas, consultas con psicólogas, clases para dar el pecho, como si parir fuera una técnica avanzada de la sociedad. Se nos olvida que es algo primario, animal; son vísceras, sangre, dolor, gritos, llanto. Somos como esas gorilas separadas de su núcleo familiar y encerradas en un zoo demasiado pronto que al parir a su cría la rechazan. Nunca habían visto algo así, ninguna otra de su especie les ha enseñado, ni han podido aprender a fuerza de ver nacer y morir a sus congéneres. Y no sienten nada. No tienen el instinto. Eso nos pasa a nosotras. Necesitamos una suscripción a una revista mensual sobre mamás y bebés para saber qué hacer cuando el niño tiene mocos, o afirmar que somos muy de tal o cual pediatra con barba y manual publicado para sentirnos respaldadas por un método. Desconfiamos de madres y abuelas como si criar a un hijo fuera algo novedoso y ellas estuvieran pasadas de moda. Damos la espalda a la especie, nos bajamos una aplicación de smarthphone llamada white noise en vez de cantar nanas. Eso sí, a número de fotos casi secuenciales no nos gana ninguna generación anterior. Ni ninguna otra especie, claro.

lunes, 17 de febrero de 2014

Viento

 Hace un par de días un ciclista, equipado desde el casco hasta las bambas especiales con anclajes para pedales, me preguntó a primera hora de la mañana en mitad de una acera del barrio con vistas al mar en el que trabajo si por ahí cerca había un karaoke. Después de conseguir apartar un mechón de pelo que el aire se empeñaba en pegarme a la boca, le contesté que sabía de uno en un centro comercial cercano. Mi respuesta no debió convencerle porque paró a otra persona para intentar averiguar algo más sobre el karaoke que andaba buscando a unas horas y con unas pintas absurdas.
Seguí mi camino y me olvidé del señor del casco, tapabocas y mallas.
A la hora de la siesta de ese mismo día vi de lejos otro ciclista. El chico avanzaba haciendo un caballito sobre la rueda trasera. Así lo vi llegar, así pasó por mi lado y del mismo modo lo perdí de vista.
El ciclista equilibrista me ayudó a darme cuenta de algo: hacía mucho aire.
No parece que una cosa tenga que ver con la otra, pero supe que había una relación. La actitud extravagante de los ciclistas se debía al viento. Tenía que ser eso.
Toda esa semana estaba soplando fuerte, decían en el telediario que las rachas podían llegar a los noventa kilómetros por hora en nuestra zona, subiendo hasta los ciento veinte en Cap de Creus. De camino a casa vi volar hojas, papeles y plásticos abandonados en las aceras, como en aquella escena de la película American Beauty. También pude ver varios paraguas vueltos del revés tirados en las papeleras. Había llovido justo antes de amanecer.
Pensé que el viento, cuando sopla así de fuerte, nos hace bailar de un modo similar a como hacía con esos papeles y hojas, pero por dentro. El aire se nos cuela por los huecos de las mangas, nos sube por las muñecas y encuentra siempre rendijas por las que colarse entre nuestra piel y nuestros huesos. Una vez que consigue entrar por un arañazo o por debajo de nuestras uñas, o enredarse entre nuestro pelo, ya no podemos salvarnos de su poder. Nuestra cabeza se convierte en el ojo de un pequeño huracán inadvertido. El torbellino nos remueve por dentro, deja en nuestros suelos las ideas más pesadas y eleva los pensamientos ligeros, los sueños volátiles, las ilusiones leves, los deseos etéreos. Los pone a danzar. No somos muy conscientes de esos efectos, pero de pronto, sin poder controlarnos, sentimos la necesidad de cantar, saltar, llamar a alguien del pasado, escribir un poema, apuntarnos a un curso de inglés o de flauta travesera, comprarnos una palmera en una isla desierta, o unos tacones de diez centímetros y un rouge de Dior. Y casi siempre queremos gritar.
Recordé al ciclista con ganas de cantar y sonreí. Se le había metido dentro el vendaval.


lunes, 3 de febrero de 2014

El olor a manzanilla del patio de mi abuela


En el trabajo cada día me pongo melancólica a la hora de comer. No entendía por qué, pero ayer me di cuenta de algo. Por el hueco de la escalera sube el olor a la comida que mis compañeros traen de casa y recalientan en el microondas. Se cuela por las rendijas de la puerta de mi despacho, llega hasta mi nariz y me pone triste. Sobre todo me deprime el olor a lentejas en fiambrera.
Curiosa relación la de los aromas y las emociones.
El olor de la manzanilla me trae a la memoria la casa que tenía mi abuela cuando era una niña. Colgaba matojos de esa planta por todo el patio para que se secaran al sol y utilizarlos luego para cocinar o para infusiones. Me encantaba arrancar las flores y olerlas, las aplastaba con los dedos para que se me metiera su perfume en la piel y poder sentirlo más tarde. Amaba ese olor. 
También recuerdo el olor acre, horrible para mi nariz de niña, que desprendía el gallinero que tenía mi abuela en la parte de arriba de la casita. Siempre que voy a uno de esos restaurantes con un pequeño corral lleno de conejos y gallinas que los padres enseñan a sus hijos después de comer, me viene a la memoria el día que nacieron ocho pollitos y medio en casa de mi abuela. Me senté juntó a mi madre a esperar que fueran saliendo del huevo uno a uno. Los veíamos aparecer, primero el pico, luego la cabeza y todo lo demás. Me parecía increíble. Pero uno de los huevos no se abría. Se balanceaba y abultaba un poco, pero el pollo que estaba dentro no parecía tener la fuerza suficiente para salir. Mi madre me invitó a ayudarle y entre las dos rompimos la cáscara. El pobre bicho estaba enfermo. Era delgado, marrón, no tenía plumas y sus ojos eran enormes, desproporcionados. Aún no me habían hablado de la muerte, sin embargo, en aquel instante supe que ese animal no saldría adelante. Y al ser testigo de ese nacimiento frustrado entendí qué había pasado con el gallo enorme que reinaba en el gallinero. Me acordé del arroz con carne que comimos el domingo anterior, justo cuando me contaron que el gallo se había ido y no entendí muy bien a dónde.
Desde ese día para mí la muerte huele a jaula de pájaro.