martes, 15 de diciembre de 2015

Diario de una ansiosa XIX. DVD sin desprecintar

Verte en el espejo y no saber quién me devuelve la mirada desde ese reverso con los lunares cambiados de lado.
No poder dormir sin que me des la espalda.
No saber vivir sin salmodiar tu nombre de dos sílabas.
No soportar más tu ausencia corpórea o tu cuerpo ausente, no sé qué es exactamente lo que se está borrando de ti.
El cuerpo distante pesa más. Me hunde en el colchón y me obliga a ser consciente de mi tamaño al no poder asirme a ti, no me dan los brazos. Es un cuerpo dormido, en estado larvario, y me inquieta desconocer la especie de insecto que te está latiendo dentro. Miro cómo tus sueños deforman tus párpados y detesto ese telón de carne que me separa de tu mundo ajeno. Tu mundo sin palabras en el que el desafecto va dejando un rastro viscoso de artrópodo frío y silencioso.
La ausencia cercana es un agujero próximo al que asomarme como una gata curiosa e imprudente. Es una boca joven que ha empezado a devorar nuestros gestos y que incluso ha mordisqueado, como un cachorro aburrido, el mando a distancia de la tele y aquellos DVD que aún conservaban su precinto sin pliegues. Con lo que me gustaba ver esos precintos transparentes en un cajón y contemplar su rara cualidad de barrera inmaculada. Abría ese cajón cada vez que intuía bajo tus párpados la silueta turbadora de un macho de mantis y me nacía la necesidad de creer que aún nos quedaban cosas por hacer.
Esa boca hambrienta y muda es nuestro nuevo hogar.
Noa también se resiste a hablar, pero su silencio bullicioso, plagado de aspavientos y onomatopeyas, es tan diferente del nuestro. Está en la edad del ruido. Pero a nosotros nos queda lejos, hemos llegado a la edad callada en la que las sonrisas como respuestas y el miedo como amparo incómodo ya no sirven.
Te miro dormir y siento que ahora sólo vale Ser, aunque para ello tenga que abrazar un mundo por la espalda.

domingo, 13 de diciembre de 2015

Diario de una ansiosa XVIII. En tránsito

Todo el mundo tiene una historia. 
Me han recogido taxistas que al parar frente a la editorial en la que trabajo se han convertido en escritores vocacionales con un original en un cajón; me han llamado viejos boxeadores con una vida de superación y más folios escritos que golpes encajados en la cara machacada; me han escrito jóvenes románticos que, con un atrevimiento sólo posible en la edad de la ignorancia, me han ofrecido su novela, la gran novela en castellano, una distopía sobre una sociedad al borde de la extinción en la que un héroe humano y una joven híbrida y hermosa pretenderán salvar a la raza humana; incluso mi abuela, que no acaba de saber a qué me dedico, cuando cuenta una anécdota de su pasado de lugares desaparecidos siempre añade que su vida da para un libro. Y ahora que pienso, creo que sí que daría, para un tiempo entre costuras sin más exotismo que el origen de mi abuelo y sin más traiciones que las del día a día.
Todos tienen una historia. Y muchos encuentran el tiempo para poder escribirla. Envidio profundamente ese tiempo y su capacidad para escribir hasta alcanzar un final. Admiro esa facilidad para la línea recta, para la memoria ordenada, para la asimilación de la concepción temporal  judeocristiana que considera que todo fluye hacia un fin. Lo mío es la curva, el círculo, el tiempo cíclico de los antiguos griegos y su eterno retorno a un mismo punto de origen. Ahí me encuentro, siempre en el principio de algo.
Además, he dejado de notar a mis bichos. No percibo ese rumor de alas en mi vientre. Es el frío. Odio el frío. Mata todas mis ganas, me sume en un letargo de autómata oxidado y las crisálidas se me quedan en nidos cálidos cerrados a cal y canto. Dentro, mis larvas bullen en su pequeño mundo sin posibilidades. Sé que no me va a nacer ninguna hasta que logre recuperar ese calor de carne y sangre, hasta que mis sueños tengan fiebre.
No tengo una historia, tengo dos. La de quien soy y la de quien creía que iba a ser. Avanzo por una hermosa y recta vía muerta. Todos los trenes a los que me he subido han acabado cambiando de raíles y llevándome a esa vía que acaba en un muro. Las veces que me he topado con esa pared he dibujado algo bonito en su superficie, una flor, un pájaro o una frase corta. Y al volver a bajarme en ese andén desierto me sorprende siempre descubrir que alguien ha coloreado el pájaro y la flor y ha añadido unos puntos suspensivos detrás de mis palabras.
Sólo siento que soy yo cuando estoy en tránsito, rodeada por extraños apresurados. En ese tren con destino a un no lugar. O en el autobús y el metro, cuando voy o vengo del trabajo. Es en esos minutos, más o menos una hora, u hora y cuarto diaria, cuando me doy cuenta de que tengo dos historias por contar, pero el tiempo no es suficiente para que la certeza me descongele por dentro y me nazca alguna mariposa, únicamente me alcanza para darme cuenta de que una vez que me baje estaré de nuevo en ese andén, frente a ese mural enorme en el que las flores y las aves parecen atrapadas entre la enredadera de palabras que me separa de mi otro yo posible.

Esta semana le preguntaré a la psicóloga qué opina. No sé si verá esta dualidad y mi tiempo oblicuo como una ventaja o como un desdoblamiento digno de diagnóstico. Tal vez me sorprenda y me haga ver que tengo suerte: no tengo una historia que contar, tengo dos.

martes, 8 de diciembre de 2015

Diario de una ansiosa XVII. Voz de sirena

Resulta que parece que tengo voz de sirena, aunque no sé qué hacer con ella, qué contar ni cómo hacerlo. Me había ido convenciendo de que sí, de que podría, de que sabría explicar esa historia que me ronda hace tiempo por la cabeza. Pero hoy siento que no puedo.
Si supiera cantar, podría espantar mis males, pero tengo una voz que no me sirve ni para gritar desesperos con una almohada entre los dientes. Y además, cuándo iba yo a escribir, si hay días que no tengo tiempo ni de peinarme por la mañana. Menos mal que en Barcelona cierto descuido combinado con un estampado atrevido puede ser considerado síntoma de bohemia. Escribo la palabra bohemia y me suena a rancio, a viejo, como cuando mi padre y mi tío me descolgaban el teléfono con un 'digamelón'. Qué daño hicieron los especiales de Fin de Año cuando no había mandos a distancia en las casas. 
Mi voz de sirena no pretende salvar a ningún marinero. Qué más me da que se hundan los náufragos si yo no logró salir a flote. Tampoco quiero devorarlos. Ya no, últimamente como poca carne. No tengo apetito. Me alimentaría sólo de palabras y de silencios, pero todo a mi alrededor es ruido. Y con tanto ruido de qué sirve tener una voz hermosa si nadie puede escucharla. 
Recuerdo la sensación de ninguneo que siempre sentí durante las conversaciones familiares cuando era una niña, y después, cuando dejé de serlo. Intentaba que me escucharan, que los hombres me oyeran, que pusieran atención a mis palabras que pretendían contarles historias de colegios, dibujos, amistades, penas, universidades, manifestaciones, sueños, planes... ¿Oís? Pero no me oían. Primero creía que era porque hablaba demasiado bajo y subía la voz, casi chillaba. Entonces, me mandaban callar y me preguntaban por qué no estaba vigilando el juego de mis primos. 
La sirena creció y siguió creyendo que la bruja le había robado la lengua y por eso nadie podía escucharla. Algún día, al lavarse los dientes, se la tocaba con los dedos y le parecía un sucedáneo demasiado escurridizo y blando, quizás no servía para articular sonidos inteligibles. Hubo veces, en restaurantes, que los hombres de mi familia pedían cafés y no contaban a las mujeres. 'Pero si no os gusta el café'. Y era cierto, en parte. No les gustaba a algunas, a mí sí me gustaba, cortado con la leche muy caliente, incluso me apetecía, cuando hacía frío, echarle un chorro de algún licor. Era raro que lo supiera el camarero del bar de la facultad, pero no mi padre. Era raro, pero me parecía normal, y quizás eso fuera lo más extraño.
Y he crecido con esa voz de sirena que debo de emitir a una frecuencia que no detecta el oído humano, por eso siempre necesité mis libretas, mis bolígrafos, mis portaminas. Me encanta la letra que me sale cuando escribo con esas minas quebradizas de grafito, y me gusta saber que esas palabras se irán borrando poco a poco y me ahorrarán la vergüenza de volver a ellas. 
Parece que mi voz no es fea del todo, parece que a falta de poder cantar melodías bonitas, puedo dibujar imágenes con palabras, pero de qué me sirve esa voz si no logro contar con ella esa historia que me ronda.
Debería bajar al fondo del mar y pedirle a la bruja que me devuelva mi cola, decirle que no me sirven de mucho mis piernas y proponerle que se quede mi lengua a cambio de una cueva de tiempo y silencio donde sentarme a escribir una historia. 
Pero no puedo hacerlo. Buceo fatal para ser una sirena, y además está Noa, que aún no sabe nadar, que todavía tiene que aprender a hablar.

domingo, 29 de noviembre de 2015

Diario de una ansiosa XVI. Loca


—¿Qué estás mirando? ¿Por qué me miras a mí? Yo no estoy loca. ¿Por qué no miras a esa chica que es más guapa? Te he dicho que no me mires... ¡Yo no estoy loca, joder!

Una mujer con los ojos muy abiertos, el pelo corto despeinado y unas ojeras marrones como única nota de color en un rostro pálido y mate gritaba cuando atravesé la puerta de acceso al centro donde me visita la psicóloga. Las cinco personas que esperaban su turno se giraron y me miraron fijamente. Parecía ser que yo era la chica más guapa y más loca, y claro, eso distrajo el interés de todos los que estaban en la cola y la cuerda chillona se calmó, aunque por poco tiempo, porque pasé directamente a la sala de espera y su atención volvió a centrarse en la pobre mujer avergonzada que esperaba tras ella. 
Mi psicóloga me escucha cada vez más. Esta semana se ha reído con el relato de mi estado ansioso, cuando le he confesado que creo en el hombre invisible, cuando he mencionado cruces de biorritmos que generan una especie de triángulo de las Bermudas capaz de engullir a cualquier  pareja, ya viaje en coche, en avión o en un transatlántico de siete pisos y la paradoja de la incomunicación que me angustia, a mí, trabajadora de un departamento de comunicación. También le ha hecho bastante gracia el relato de las desventuras vividas durante mi viaje eterno por Brobdingnag. 
Al salir de su despacho después de observar varias veces su bonita sonrisa, me he sentido furiosa, enfadada conmigo misma. ¿Por qué narices no soy capaz de tomarme en serio? ¿Por qué me paso la vida sintiendo que debo disculparme por no ser quién creo que creen que debería ser? ¿Por qué siento, como una constante paralizadora, que no soy suficiente? ¿Pero suficiente qué? Suficiente mujer, suficiente mujer loca, suficiente mujer loca y valiente, suficiente mujer loca, valiente y especialmente buena en algo (lo que sea, a estas alturas me conformaría con ser una constructora genial de réplicas de edificios con palillos, o una madre estupenda, no sé). Y luego está esta estúpida necesidad de burlarme de mí misma y de mis problemas para poder mencionarlos, negarles la categoría de drama personal para poder verbalizarlos. ¿Quién se va a creer que me afecten tanto si parezco la muñeca de papel maché de un ventrílocuo malo?
Y esa mujer seguía defendiendo a gritos su cordura mientras yo me interrogaba sobre la mía entre dientes, sentada en una silla incómoda que cumple a la perfección con su función de dejar claro que no voy a ser escuchada gratis mucho rato en ese despacho cuya escasa iluminación pretende favorecer una confesión serena. 
Qué envidia esa certeza. Estuve a punto de disculparme ante la psicóloga, salir de allí e invitar a un café a esa mujer para preguntarle cómo estaba tan segura de no estar loca. Me siento mejor escuchando y esa conversación prometía ser iluminadora. Hablar me genera inseguridad, me siento demasiado expuesta, me pongo nerviosa, así que hablo de más, hasta perder el control de la riada de palabras cada vez menos acertadas que sale de mi enorme boca. Vamos, que mejor callar, aunque esté todo mi silencio preguntándome por qué narices no soy capaz de hablar con naturalidad. 
¿Estoy loca?
A veces me río como una loca y me pierdo en las conversaciones porque no entiendo las palabras sencillas y me pongo que pensar listas de adverbios acabados en –mente. Por las mañanas me asusta la mirada huidiza de una loca en los espejos y, por las noches, aparto la cortina de los cristales de la ventana para ver las líneas de luz blanca que dibuja la luna en las paredes del patio y sonrío al imaginarme la cara que pondrían los vecinos si saliera desnuda y me tumbara sobre mi césped de mentira bajo ese trozo de cielo alquilado que hay sobre mi patio. También está mi maldita habilidad para percibir la tristeza ajena que me hace notar que cada día la gente del barrio está más apagada. Aunque me pregunto si no será mi mirada la que se ha desgastado, la que se ha empobrecido.
¿Serán síntomas suficientes para presentarme en sociedad como la loca de la colina en la que habito? 
Si al menos pudiera estar segura de mi locura podría mirarme al espejo y reírme de mis ojeras, de la piel que ha empezado a deshacérseme lentamente, de los días por delante y no me buscaría detrás de ese rostro cada vez más ajeno, de esa cara que es la de mi madre que me mira desde el otro lado de eterna repetición y me avisa de que su tristeza será la mía, de que me dejará en herencia la caja de alfileres en la que habita casi sin moverse, tranquila porque roza con sus pestañas cada uno de sus límites. Me da tanto miedo ese rostro triste. Prefiero estar loca a estar triste. Prefiero atravesar fronteras, saltar vallas, invadir territorios, que me caven trincheras en el vientre y me invadan después de una pelea a muerte. Prefiero perder y no ser nada a ser un mujer triste. 

Pero no sé cuánto lo quiero, ni si valgo para presentar batalla. Y luego está el miedo, y el creer que no soy suficiente, y me quedo muy quieta, acostada sobre mi cama de púas, concentrada en el crujido de mi piel al abrirse y en ese dolor incitante, como de llaga en la boca, que te pide que insistas en él, que aprietes la herida, que no dejes de hacerlo.

martes, 3 de noviembre de 2015

Cada mañana atravieso un parque para dejar a Noa en la guardería. Me quedaría a vivir en ese parque tranquilo. Algún perro tirando de la correa que le ata a su dueño, un mendigo africano al que siempre pillo metiendo su manta y sus cuatro cosas en un petate verde, un abuelo que hace estiramientos y el ruido de pájaros entre las ramas de los árboles. A las ocho de la mañana no veo mucho más. Los columpios están en reposo todavía y los pocos niños que nos cruzamos se dejan arrastrar hacia la verja roja detrás de la que pasarán el día.
Le quito a Noa su chaqueta y la cuelgo en el perchero de madera de pino con su foto; dejo baberos limpios, para la comida, para la merienda; expiro para sacarme de la nariz ese olor a leche que me envuelve y doy varios besos a mi hija antes de salir a la carrera.
Desciendo terraplenes y aceras empinadas antes de llegar al metro. Me siento, retomo la lectura de un capítulo a medias justo cuando un grupo de adolescentes bulliciosos entra en el vagón sin atender al profesor que les pide silencio. Cierro el libro. Miro. Un señor, a mi derecha, logra dormitar de pie, agarrado a la barra. Delante tengo a una niña de seis años que parece asustada entre tantas piernas y se aferra a su madre. A la izquierda, una de las estudiantes llama mi atención, su pelo quizás. Es rojo, teñido, y el maquillaje que usa le extiende ese color hacia las mejillas. Un anillo plateado le atraviesa el cartílago septal de la nariz y sus ojos perfilados en kohl negro miran con menos inocencia de la que detecto en algunas de sus compañeras. Saca de la mochila un tetrabrik de batido de chocolate de los que le doy a Noa a veces. Rompe el plástico que envuelve la cañita con los dientes y empieza a sorber con ganas. La mirada se le aniña.
Agito uno de mis pies y noto como bailan varias piedras pequeñas en la punta del botín. Siempre que atravieso el parque me llevo arena metida en los zapatos. Siento el impulso de descalzarme y ganas de columpiarme.

jueves, 22 de octubre de 2015

Diario de una ansiosa XV. Manos mentirosas

He llegado lejos. Lo pienso al mirarme las manos y echar en falta la línea blanca de mis uñas mordisqueadas. No tengo unas bonitas uñas pintadas, pero tampoco tengo callos ni cicatrices, salvo un arañazo casi imperceptible que me hizo mi gato hace un tiempo.
Las manos en mi familia son como una memoria externa. Tienen marcas que recuerdan el paso de cada vida y sus contratiempos. 
Las de mi abuela están llenas de nudos y cansancio, su piel está seca y hacen un ruido molesto, como el de lijas al rozarse, cuando se las frota. Me da grima ese ruido, quizás porque me recuerda, mucho más que las arrugas de su cara o sus ojos empañados, que el tiempo se le está acabando. También, porque ese era el gesto que no paraba de repetir cuando se le murió un hijo y no era capaz de llorar. Era demasiado grande su pena, enorme, gigante, tanto que le resultaba imposible sacarla por los lagrimales, tan pequeños, atorados por culpa del polvo de su camino, tan reseco como sus manos. La pena le presionaba desde dentro, como un alien despiadado, y le provocaba ese picor de piel que no lograba aliviarse por mucho que se retorciera las manos, por mucho que cogiera las mías y me las apretara con la misma fuerza con la que sentía que la ahogaba el nudo que se le hacía en la garganta al decirme cuánto me quería mi tío. Mi tío, su hijo. Todos somos de alguien hasta que dejamos de ser. Somos porque pertenecemos. Luego nos convertimos en fotos que dan miedo a los niños y, a veces, en un recuerdo triste de sobremesa. 
Las manos de mi padre están llenas de heridas. Recuerdo una vez que llegó a casa con la yema del dedo partida por la mitad. Aún sangraba. Se le escapó una mola y la cuchilla le dividió el corazón. Me asusté, no tanto como mi madre, que se asusta de estar viva; sin embargo, no podía apartar la mirada de esa carne abierta y de la sangre tan roja. Creo que el rojo es mi color preferido porque de niña me harté de ver manchas de sangre en el blanco del lavabo. Después se me mancharon las bragas. Siempre el rojo. El mejor color. Me parece increíble que un fluido que va por dentro, que está oculto, tenga ese color tan vivo, un color que excita, que anima, que embellece, que embrutece.
Pero a lo que iba, a las cicatrices en las manos de mi padre. Se le quedó fea la del corte con la mola. Pero no es la única. Toda una vida entre hierros, suspendido entre dos plantas de un edificio, o en el fondo de un foso lleno de maquinaria, da para muchos rasguños y bastante aspereza.
Las manos de mi madre están llenas de manchas y miedo. El tiempo le está formando una nebulosa triste en el dorso. Aún recuerdo cuando toda ella se convertía en una nube. Éramos pequeñas, mi hermana y yo, y mi madre cosía a destajo en una máquina overlock, encerrada durante horas en el cuarto más pequeño de la casa. Hacíamos los deberes con el ruido del motor de fondo, como un metrónomo. Cuando nos aburríamos, abríamos la puerta y la descubríamos con la espalda encorvada y el pelo negrísimo y las pestañas cubiertos de la pelusa blanca que soltaba la tela de algodón al ser cortada. Ese polvo cargaba el ambiente y la hacía toser. Nos reíamos de su aspecto, y mi madre, que por entonces aún se reía a menudo, abría y cerraba los párpados para que viéramos cómo desataba una tormenta de nieve ella sola. En ese cuartucho predominaba el blanco de la tela, aunque a veces calculaba mal la fuerza con la que pisaba el pedal de la overlock y se traspasaba un dedo con la aguja; entonces brotaba lentamente el rojo del agujero invisible, hasta que se envolvía el dedo con un retal desechado para no manchar las siguientes prendas con su sangre. Poco a poco dejó de hacerme gracia verla cubierta de pelusa, tarareando las canciones que salían del transistor emblanquecido, distorsionadas siempre por el ruido de dientes que hacía la cadena del motor de la máquina de coser. 
He llegado lejos, tengo las manos delicadas gracias a una licenciatura y un máster del universo que me han permitido optar a un trabajo poco recompensado pero limpio. No tengo callos de fregar, ni me huelen a lejía y, salvo algún corte con un papel, no me he hecho heridas; sin embargo, al mirarlas me parecen dos mentirosas que deberían mostrar marcas de las quemaduras de un secador de pelo, o de una plancha, o del aburrimiento de doblar una y mil veces la misma pila de camisetas. Y me da tanta rabia está inseguridad mía, este quererme de menos.
Si hubieran podido enseñarme que además del sudor, del 'sí, señor', de las herramientas, de los hilos... las manos pueden coger adjetivos, arreglar párrafos, conectar oraciones, hilvanar historias; si hubiera sabido que las palabras pueden agujerear paredes como un taladro quizás me habría convencido. Pero a mis manos les faltan cicatrices profundas y tanta confianza que tiemblan cuando han de apretar un punto y seguido. Necesito parar de escribir cada vez, llevarme el dedo índice a la boca y retorcerme un padrastro antes de continuar.

martes, 13 de octubre de 2015

Diario de una ansiosa XIV. Un, dos, tres, pica pared

Se gira, me mira, pero no me muevo y tiene que volver a contar, hasta diez, o cien, o mil, da igual, porque cada vez que se gire seguiré inmóvil, aguantando la respiración, con los ojos cerrados y pensando en aquellas ranas que vimos en Costa Rica durante la luna de miel. Las veías en el suelo, ellas percibían tu mirada y se quedaban muy quietas como si la ausencia de movimiento las convirtiera en pequeños anfibios invisibles. Son bichos rapidísimos y aun así se paralizan y por su cerebro de batracio debe de pasar algo parecido a una idea como un eco: 'no te muevas, no respires, estás dejando de ser rana, eres suelo, una piedra, un montoncito rugoso de arena, polvo apenas, ya no eres, sin más, no te ve porque no estás'. Las podías tocar incluso porque no huían. Llegué a rozar una con la punta del dedo índice. Estaba húmeda, era muy pequeña y frágil, parecía rellena sólo de aire. Mi dedo la desplazó unos milímetros, pero su cuerpo, de un gris verdoso, no se inmutó. 'Soy un guijarro, me ve, pero no soy rana, soy una irregularidad de su camino, nada más. No respiro, no me muevo, no soy yo'.
La rana tuvo suerte, no se cruzó con un crío en esa edad en la que se experimenta con la muerte. O se hacía, antes, cuando los niños subían colinas persiguiendo lagartijas con palos en las manos y las cazaban para cortarles la cola y encerrarlas en botes de cristal con tapones de lata agujereados en los que el animal podía respirar hasta que le llegaba la hora. La hora de ser entregada a un gato, o empalada o, la afortunada, devuelta al monte, incompleta y desorientada.
Nos fuimos y la rana de piedra se quedó atrás, en medio del camino, quieta. 

Me mira y en mi cabeza suena la cantinela de ese juego infantil que consistía en dar pasos cuando el que contaba, apoyada la frente en la pared, no miraba. Era de los pocos juegos infantiles que se me daban bien. No tenía prisa por llegar, me gustaba que el mérito no estuviera en avanzar ni en correr, sino en no moverse, en quedarse como una estatua. A veces, era la primera en tocar la espalda del que contaba, cuando los demás tenían que retroceder por no saber estarse quietos. Luego había que salir corriendo, pero esa parte ya me importaba menos y ni recuerdo exactamente qué había que hacer.
Me sigue mirando y en mi cabeza escucho una y otra vez "un, dos, tres, pica pared". Estoy incómoda, la espalda arqueada, los dedos de los pies en tensión, pero no aparta sus ojos de mí y no puedo moverme todavía. "No respires, no eres una mujer, eres un anfibio de sangre fría, o una arruga de las sábanas; no te ve, no eres nada"; sin embrago, noto unos dedos repasando la línea de mi clavícula y el vientre se me contrae sin que lo note. Continúo con el mantra: "no te muevas, no te ve, no eres nada". Me aprieta el pecho izquierdo, es siempre el primero en ser tocado. Es más grande, una de mis asimetrías. Su otra mano me acaricia el lomo como si fuera el de una animal asustado. El juego no era sí, el que contaba no tenía que tocar. Pero a él le da igual, siempre le han dado igual las normas. 
"Un, dos, tres, pica pared". Ya no me ve porque he dejado de ser. Ya no soy Desirée, ni la madre de Noa, ni una niña aterrada, ni una mujer ansiosa. Soy carne rellena de anhelos, que no pesan, que son aire. Él cree que me tiene, que me conoce porque le permito asomarse a mi abismo, pero no soy yo la que tiembla entre sus dedos. 
No miro porque siempre me han dado miedo la profundidades: los acantilados, los lagos, los pozos, los ojos en las fotografías. Su superficie refleja la luz, pero debajo todo es noche.
"Un, dos, tres, pica pared". Aguanta, no respires, se va a dar cuenta. Lo ha notado. No estoy detrás de mis párpados de piedra. Se ha quedado solo, apretando entre los dedos un puñados de deseos asfixiados.

viernes, 9 de octubre de 2015

Diario de una ansiosa XII. ¿De qué hablan las mujeres?

Tres madres desayunan en un bar casi vacío. Es la mañana de un viernes laborable. Me molesta el ruido que hace la camarera al golpear el brazo de la cafetera contra un cubo para soltar los posos del café y el estrepitoso taladro de un obrero que rompe el asfalto de la calle cortada. Escucho que hablan de niños, colegios, cursos, profesoras... Se refieren a 'nuestra Carla' y todas coinciden al negar que esa Carla de su propiedad haya podido hacer algo que, por las caras, les parece horrible. Mientras, callo y miro de reojo. No hago ruido. Me pregunto qué diría si estuviera sentada a esa mesa y me respondo que nada. No sabría qué añadir. Pensaría alguna estupidez, alguna broma inapropiada que me guardaría. Y sonreiría. Menos mal que la genética fue previsora y me armó con una dentadura poderosa tras la que parapetarme cuando me siento fuera de lugar.
Escribo en una libreta una pregunta:
¿De qué hablan las mujeres?
Las tapas tienen preciosas ilustraciones de pájaros en tonos sepia y malva. He escrito mi nombre y mi primer apellido en la primera hoja, en el margen derecho, como cuando era niña y quería dejar claro que un cuaderno me pertenecía, como su vacío y todas las letras que se pudiera tragar.
Estoy aceptando que mi silencio esconde la certeza de la mediocridad. Dolorosa y paralizante. Todo lo que hago lo hacen mejor los demás. Y el deseo de ser yo me parece inapropiado y me angustia. ¿Dónde me nace el miedo a ser, esta inseguridad? ¿Dónde tengo esa raíz retorcida que ha ido atravesando a las mujeres de mi familia hasta hundirlas en el suelo por el que se arrastraban?
Sólo me siento libre con el cuerpo paralelo a la tierra, al mar y al cielo. Cuando me tumbo y sueño, o beso y me besas y deja de importarme la identidad porque se me abren mil flores en la carne. No digo nada, los jardines son mudos, así que no me hables, te entrego mi silencio y permito que me arranques las margaritas del pelo. Sólo tus ojos ven quien soy, sin las letras que forman mi nombre sin pasado y las demás palabras que me cubren. Yo.
¿Qué ves? Por favor, dime qué ves.
Las mujeres de mi familia, hace años, hablaban mucho, me contaban que para vivir habían tenido que salir del barro, como Lilith. Su aliento olía a la menta que se reblandecía en los pequeños vasos de té dulce mientras charlábamos. Me contaban de hijas que sobraban y atravesaban mares para criarse en lugares que ya no existen con parientes que no las querían tanto como podría haberlo hecho una madre. Me hablaban del chico perdido que dio origen a la estirpe, me decían que yo me parecía mucho a ese joven que se negó a sentirse despreciado y huyó, ocultando su rastro a esa familia que se avergonzaba de su nariz aquilina y de las ondas de su pelo tan negro. Mi abuela, la niña regalada, se casó con mi abuelo, el muchacho miope y de piel morena al que nunca le habían hablado de su madre de nombre impronunciable. Y así fue cómo dos seres incompletos empezaron a refugiarse cada uno en los huecos del otro. Mi abuelo nunca rellenó los espacios en blanco de su álbum de fotografías, ni confesó que no sabía quién era ni quién hubiera podido ser. Se conformó con subir un barranco y vivir sin ser capaz de querer; nadie le había enseñado a hacerlo.
Ahora, las mujeres de mi familia ya no hablamos tanto. Se nos enfrían las tazas entre las manos mientras se nos atragantan las palabras.
Volví a abrir la libreta y escribí debajo de la pregunta algunas respuestas:
Las mujeres no hablamos del pasado que somos.
Ni del yo que se nos fue al parir.
Ni del aire que nos falta cuando hay un exceso de silencio en el salón.
Yo no hablo de lo pequeña que me siento cuando no estoy sola.
Ni del amor de Noa, que me desborda.
Ni confieso que temo haber heredado la incapacidad de amar y la costumbre de dejar pasar el tiempo.
Hablamos del chocolate, que cura la melancolía.
De aquellas que no vamos a ser.
De lo mal que secan las toallas de microfibra y del frío que ha empezado a colarse por las rendijas.
De la fuerza de los hombres. De sus antebrazos, de sus nucas y de sus manos, que pueden sostener un mundo o aplastarlo.
También repasamos las fotografías de las chicas muertas que salen en la televisión y en los periódicos.
Mujeres que perdieron la voz por ser bellas, a las que les entró la muerte por ser puerta de vida.
El miedo nos calla.
Luego explico que, ayer, la profesora me contó que Noa no quiso comer.

Diario de una ansiosa XIII. Charcos

Me he despertado por un ataque de tos de Noa. Tengo los ojos vidriosos y me pica la garganta. El malestar físico viaja rápido entre su cuerpo y el mío. La he sacado de la cuna y me la he llevado a la cama con la esperanza de que se volviera a dormir un rato. No lo ha hecho. Tose, bebe agua a sorbos sonoros y se ríe. Admiro ese empeño infantil por ser feliz. Incluso a 39 de fiebre a las cuatro de la mañana del primer día de toda una larga semana.
El otoño avanza dentro de mí, me rellena de hojas secas que se me arremolinan con las corrientes de aire. Cada final de verano me siento como si releyera las últimas páginas de El gran Gatsby. El último día de playa no soy yo la que sale del mar, es mi cuerpo hueco. Mis vísceras se quedan sumergidas en el agua, como en una pecera de formol, a la espera de la vuelta de la luz, el sol y la levedad del tiempo suspendido.
Sólo conservo en mi interior los pulmones. Son delicados y la humedad no les va bien. Esta noche resoplan debido al asma que arrastro desde niña y que cada vez que ataca me hace sentir la misma mocosa que acercaba la cabeza a un cazo de agua hirviendo con unas cuantas hojas de eucaliptos flotando. Recuerdo ese olor penetrante y el escozor de ojos que me provocaba la temperatura del agua. Veo el brillo febril de la mirada de Noa y me reconozco en ella aunque sus ojos se parezcan tanto a los de su padre. Su tos también me pertenece, como los lunares que le van manchando la piel y su rabia impaciente.
Intento que se acostumbre a las esperas, enseñarle que casi nada sucede en el momento del deseo, que casi todo llega a destiempo, cuando estamos cansados ya de los mordiscos del ansia y la ilusión ha perdido el helio que la mantenía a flote.
Me cuesta que lo aprenda. Cada nuevo impulso es una lección. Todavía no puedes comer un helado. Primero están la menestra y el pollo. Ahora no es momento de parque, quizás luego, si me obedeces, si no gritas, si no lloras, si no te tiras al suelo de la rabia que te provoca la frustración.
Yo también me tiraría al suelo. Y patearía y lloraría. Pero sólo aprieto la mandíbula y la mano de Noa, que se retuerce entre mis dedos tensos porque quiere liberarse. Como todos. El primero de los demás los deseos.
Al menos esta mañana no tendré que sufrir la despedida en la guardería. No se acostumbra. Se agarra a mi ropa con una fuerza que me sorprende cada vez. Es tan pequeña que me cuesta imaginar de dónde sale el poder de ese amor. Ningún otro ser humano se ha aferrado así a mi cuerpo nunca y su exigencia desesperada me asusta. Salgo de su aula como si me hubiera arrastrado un tsunami; tengo que recomponerme la ropa, tocarme los lóbulos de las orejas por si he perdido un pendiente en el forcejeo y respirar hondo para evitar ahogarme. Boqueo despacio, sin desesperación, quizás gracias al desapego que me regala la química, hasta que las hojas dejan de crujirme en los pulmones; mientras, voy abriendo y cerrando puertas con los pomos a la altura de la garganta.
Últimamente, se me deshacen todas las ganas, se me quedan en charcos a los que me asomo buscando un latido rojo en su fondo.

miércoles, 9 de septiembre de 2015

Diario de una ansiosa XI. Silencio

He salido huyendo de una panadería en la que me había metido a comerme un bocadillo barato. Era tarde y no quería comer mucho, últimamente tengo menos apetito, y tampoco quería gastarme los doce o trece euros de un menú porque a mi dinero le pasa lo mismo que a mis ganas de comer, pero el lugar me ha resultado demasiado deprimente. Era una de esas franquicias con el rótulo en negro y dorado que aparecen de la noche a la mañana donde antes había una oficina bancaria o la ferretería de toda la vida, con sus paredes tan abarrotadas de objetos de nombre misterioso que me parecía imposible que hubieran sido limpiados alguna vez: tornillos y alcayatas de mediados del siglo XX compartiendo espacio con modernas manoplas de silicona para evitar quemaduras en las manos y cronómetros con forma de huevo cocido. ¿Dónde habrán ido a parar todas esas cosas?
No me he acabado el horrible bocadillo de atún que he pedido. Ha sido por culpa de dos voces. Intentaba leer, o pensar en mis cosas al ver que lo de leer iba a ser complicado, pero esas voces han ido ocupando cada vez más espacio en mi cabeza hasta impedirme concentrarme en nada más. Dos voces femeninas: la de una chica joven y la de una mujer de unos cincuenta años. La adolescente hablaba con voz demasiado aguda de sus exámenes, de su trabajo de cuatro horas diarias, del mal trago de cruzarse con su ex cada dos por tres en la calle y de lo que soñaba hacer con su nuevo novio economista cuando acabara sus estudios. Su tono era molesto, pero ha sido la otra voz la que me ha resultado insufrible, la de una mujer con acento argentino. Hablaba al hombre de ojos verdes que la acompañaba con un desdén hiriente. Sus sarcasmos se colaban entre mis pensamientos y los iba amargando. He dejado en el plato la mitad del bocata. No he podido aguantar que por un oído me entrada la ilusión chillona de la juventud, mientras por el otro se colaba el rencor bajo de la derrota. Un rencor peligroso porque suele ser disparado a discreción contra cualquier diana. Al salir he cruzado la mirada con la de ese hombre humillado. Tenía los ojos enrojecidos, como los carrillos en los que se le marcaban los capilares dilatados, y de sus poros emanaba un efluvio de alcohol barato. De la mujer sólo he podido apreciar su perfil, y parecía que el odio le tiraba de las cejas hacía arriba.
Sueños y pesadillas, principio y final, tomando café con leche en un local de suelo sucio y resbaladizo, atendido por dependientas mal pagadas y demasiado maquilladas que tocan con la punta de los dedos los bocadillos cuando les dices que quieres ese no, el de atrás.
Me he refugiado en una cafetería familiar que lleva en el barrio no tanto tiempo como la ferretería desaparecida, pero el suficiente como para guardar el recuerdo de alguna tarde antigua en ese lugar. He pedido un cortado, he sacado el IPad y me he puesto a escribir. Cada tres o cuatro palabras, al acabar una frase con suerte, miraba la pantalla del móvil por si había alguna novedad en Facebook, Twitter, WhatsApp. Últimamente, sólo las encuentro ahí y no me pertenecen.
Hoy he vuelto a ver a mi psiquiatra de manos delicadas. Debe de tener cinco, siete, años más que yo y parece tan adulto. Yo no sé lo que parezco. Antes creía saberlo, ahora ya no. Estoy mejor, me ha dicho. Quizás si le hubiera confesado que me da pánico el otoño, que este año temo como nunca los árboles desnudos, porque sé que las ramas secas no me servirán de escondite, no me lo habría dicho. Tampoco, si le hubiera explicado que empiezo a evitar las primeras hojas muertas bajo mis pies porque su crujido delataría mi huida.
¿En qué momento entre la voz de pito y la envenenada estoy? ¿Mi voz formaba, en esa panadería, el último vértice del triángulo en el que cabe toda una vida? Qué pena que me haya dado por tomar un café justo después de que el psiquiatra me recomendara procurar los cambios que tengo pensados, tal vez me podría haber contestado.
Hace años, cuando Él y yo entrábamos en un restaurante, o en un bar, y veíamos a una pareja que no se hablaba, que comía o bebía en silencio, mirando cada uno lo que había detrás del hombro de su acompañante, no podíamos evitar observarles y hablar sobre ellos. Él siempre me decía que le parecía algo insoportable y triste, que no se imaginaba compartir su vida con una mujer con la que no tuviera nada de qué hablar. Me reía y le susurraba que yo jamás había aguantado más de cinco minutos callada, y añadía que quizás esos de la mesa de al lado sólo estaban enfadados. No entendía que dos personas pudieran hacer planes, se sentaran la una frente a la otra y dejaran pasar el tiempo casi sin mirarse. Ahora empiezo a entender ese silencio y a mí también me parece insoportable y triste. Cuando lo noto, miro el móvil en busca de alguna noticia, de alguna conversación virtual, ajena. De momento, me sirve de consuelo, aún no se me ha enquistado, aún no noto que me amargue la saliva.

Tampoco le he hablado del silencio a mi psiquiatra de manos delicadas, hoy sólo hemos hecho ruido.

lunes, 7 de septiembre de 2015

Ventrílocuo




Lunes. Tengo la garganta irritada. Las funciones del fin de semana han ido bien, el aforo estaba completo, y pude repetir mi número mañana y tarde, pero hoy me cuesta hablar y cuando lo hago no reconozco mi voz. Alma me mira desconcertada porque a ella también le cuesta reconocerme. Aprieto mucho los dientes y le sonrío para calmarla. No le ha gustado que esta mañana le haya pedido la mantequilla la señora Alfonsina. Es la que más le inquieta, cada semana me pide que no la saque del arcón. No le hace gracia, creo que al público tampoco. Nadie se ríe con sus lamentos y sus referencias a la muerte. Alma me dice que le da miedo, que parece una parca ansiosa. Le recuerdo que es de cartón y no insiste, aunque me doy cuenta de que nunca la mira a sus ojos pintados, evita esa mirada fija. Pero a mí me gusta. Es la más lúcida, la que dice siempre la verdad porque el tiempo le ha concedido ese privilegio. Es la más vieja, en apariencia y años. Empecé con ella. Luego llegaron los demás: Lucas, el negro Sam, Pedro el lento y Alma. Es gracias a ella que puedo ignorar el éxito de la trapecista de labios rojos como los rubíes, los aplausos que consigue el domador de fieras, el calor que arropa a los payasos tristes. Aunque su amor es exigente. Un sábado se puso a llorar después de que una niña pequeña del público se le acercara y le diera un beso. Creí entender y le preparé una sorpresa: Lilith. Cuando abrió la caja y la vio dentro se asustó, tan real parece... Me miró extrañada y le sonreí, apreté los dientes y con mi nueva voz de niña le dije que la iba a querer mucho. Alma bajó la cabeza y lloró. Esa noche nos metimos los tres juntos en la cama. Alma me dio la espalda, empezó a cantar una nana mientras cepillaba el pelo castaño de Lilith y así se quedó dormida. Desde entonces habla poco y se duerme siempre de espaldas a mí. Echo tanto de menos su voz y el hueco de su cuerpo.

miércoles, 2 de septiembre de 2015

Diario de una ansiosa X. Ser capaz


Tumbada boca arriba en la cama miro la sombra que un ventilador antiguo proyecta en la pared  de enfrente mientras oigo voces al otro lado de la puerta, aunque no entiendo lo que dicen. Sé que están hablando de mí, de lo mal que lo hago. Todo. Es más fácil generalizar que entrar a listar los detalles. Y, por supuesto, menos aburrido. 
Prefiero no oír. El ventilador está apagado. Las aspas oblongas llevan en la misma posición estos últimos cuatro días y, por el polvo acumulado sobre la rejilla protectora, diría que no han movido el aire húmedo de esa habitación con olor a río en mucho tiempo. Noa duerme a mi lado, por fin. Le suda la cabeza y tiene una pierna entrelazada con la de su muñeco de trapo preferido. Ha estado llorando desde las diez de la noche, gritando, pataleando, lanzando sus objetos preferidos con rabia, convirtiéndome en un animal furioso y descubriéndome ante los demás como una madre falta de recursos, pegatinas de colores y premios a la buena actitud. Son las doce pero no tengo sueño. Además de los cuchicheos, escucho los ladridos de un perro que alguien mantiene durante todo el día atado con una cadena a una tapia que separa una casa de un campo de arroz. Yo no ladro, pero también quisiera escapar.
Estoy rodeada de arrozales y agua: charcas, acequias, canales y el mar como destino último. Será por eso que tengo la sensación de estar ahogándome despacio. Hacía tiempo que no me sentía prisionera, quizás desde que dejé de ser una niña. Conseguí arrinconar la ansiedad de aquella época al convencerme de que se debía a las hormonas y de que todo era cuestión de tiempo. Esa era la frase preferida de mi madre: 'no te desesperes, hay tiempo para todo'. Al final crecí y dejé de necesitar el ventolín y de enamorarme cada vez que decidía mirar a un hombre a los ojos.
Pero estos días he vuelto a ahogarme.
Con el amado pasodeltiempo de mi madre descubrí que aquella ansiedad no se había debido a mi edad, o no del todo. Lo escribo junto porque es la medida temporal que marcó mi paso de la infancia a la juventud. En casa no se miraban los relojes, ni existían las horas, ni las semanas, ni los meses. Sólo podía sentarme, leer y hartarme de esperar a que el puto tiempo pasara para poder salir huyendo. Entendí que vivir rodeada de mi familia me producía sensación de asfixia. Hay quién se pone nervioso en un ascensor o en una cueva o en lo alto de un edificio; a mí mi familia me produce claustrofobia. Creo que nunca he estado en un espacio tan reducido. Y les estoy agradecida por mucho, pero no por todo.
Me han enseñado que a ser feliz también se aprende. Creía que el instinto te obligaba a pretenderlo, sabía que como mucho se es feliz a momentos: a orgasmos, a postres, a risas, a besos, a lecturas, a amaneceres y mares; sin embargo, las mujeres de mi familia no saben ser felices, les hicieron creer que es peligroso. Creo que podrían redactar una tesis doctoral sobre el miedo y la infelicidad sin haber estudiado Filosofía. Saben conseguir un blanco perfecto en la lavadora, pero no tienen ni idea de pisar la tierra descalzas y mancharse de polvo y llevarse arena entre los dedos de los pies a casa para meterla luego en un sobre y escribir en el reverso: recuerdo de aquella playa y de aquel verano
No saben ser libres. La libertad les asusta más que la infinitud de los matices. Y sin libertad no se puede ser feliz. De niña me harté de escuchar "No hagas esto. ¡Aquí, a mi lado! ¡Cuidado, no corras! no, no puedes subir ahí. No vas a salir. Relaciónate sólo con la tribu, somos tus iguales, los demás son diferentes y extraños, sus camisetas blancas están grisosas, hablan muy alto, beben alcohol, se drogan, se carcajean y no piden las cosas por favor, son peores. No te acerques, ten cuidado, ¿no te dan miedo? Está oscuro. Se ha escuchado un ruido". Todo es peligroso en potencia, así que mejor evitar el daño. Y a fuerza de evitar han ido cada vez ocupando menos espacio; su existencia se ha reducido hasta convertirse en supervivencia. Creo que ya no les caben ni sueños en los bolsillos. 
Me metieron su miedo en la cabeza, y me fui convenciendo sin darme cuenta de que si no había aprendido a ir en bicicleta, tampoco podría conducir un coche; o de que si no sabía nadar, menos lograría volar; o de que si no podía ir sola a ningún sitio, tampoco podría vivir una vida independiente.
Me di cuenta tarde del efecto de su miedo en mí. Luego he intentado ser diferente. Lo procuro en cada paso que doy: me bajo a la calzada en vez de caminar por la acera porque es arriesgado, dejo que Noa se suelte de mi mano y se caiga, lloriquee y se levante por sí sola. Me encantan las calles desiertas a las tantas de la madrugada, hablo con desconocidos, me he tatuado la piel, he levantado la voz, he gritado de placer, me he raspado las rodillas, me despeino... Pero todo lo hago con esfuerzo. Esa que ríe, esa que se tira de cabeza al mar, en realidad no soy yo, sino la mujer que quisiera ser. Cuando me quedo sola me echo a temblar. Temo no ser capaz. Y generalizo. No ser capaz, sin más. 

Soy una mujer de mi familia, y ahora tengo que enseñar a Noa a no serlo. Y temo no ser capaz. Y estoy sola.

lunes, 31 de agosto de 2015

Dejen salir


El taxista


En el taxi que acabo de coger he estornudado varias veces. Le he pedido al conductor que apagara el aire acondicionado porque me pone mucho peor. Después de hacerlo, ha empezado a hablar con un acento que no lograba identificar. Me ha comentado que hoy hay vacunas para todo y ha sacado de la cartera su cartilla de vacunación, que efectivamente parecía llevar al día. Hepatitis, sarampión, varicela (ésta es una reliquia), y otras tantas. La caligrafía del médico o enfermera que había anotado las dosis era bonita. Después de guardarla me ha explicado que antes no había tantas alergias, que, allá en su tierra, hasta los perros vivían muchos años. Ha recordado a un can mil leches que vivió cerca de veinte y al que su abuelo alimentaba con pan mojado porque no tenía dientes. Ese recuerdo le ha llevado al de su abuelo, que tampoco tenía dientes cuando murió a los noventa y nueve años ahogado en un río. Me ha dicho que creía que si no se hubiera caído borracho al agua aún seguiría vivo. Y ha vuelto a referirse a su tierra, en la que los abuelos sin dientes lo arreglaban todo con tocino de la matanza y gárgaras de aguardiente. Le he preguntado cuál era esa tierra. Checoslovaquia, ha contestado. He entendido el carácter casi mítico de su relato. Su pasado es de un lugar que ya no existe.
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6.40 h de la mañana. Un taxi viene a recogerme después de llamar a una emisora. El taxista es tan, o tan poco, joven como yo y me mira al salir de casa. Se queda de pie, quieto, un segundo más de la cuenta y esa ausencia de saludo y movimiento me lleva a mirarle de nuevo para fijarme mejor en su cara. Me suena. Debo de sonarle. Me da conversación y me llama por mi nombre cada vez que empieza una frase. Me molesta que los desconocidos pronuncien todas las sílabas de mi nombre pretendiendo cercanía. Comenta que tiene sueño, que se acuesta más tarde de lo que debiera, pero el verano, ya se sabe. Sigo intentando reconocerle y al final caigo: hace un par de semanas me lo crucé por la calle y lo confundí con el hermano de un amigo, le miré fijamente con el saludo a punto en la base de la mandíbula hasta que me di cuenta de mi error y refrené el gesto. Debió de creer que me había deslumbrado y que quería conocerle, hizo incluso amago de acercarse, pero fingí hablar por teléfono y pasé de largo. Esta mañana ha tenido que pensar que el destino nos daba una segunda oportunidad.
Siluetas en la ventana
Esta noche, cuando volvía a casa de ser otra he pasado por delante del piso en el que he vivido durante años hasta hace apenas cuatro meses. La luz estaba encendida y la ventana de vidrios emplomados de colores se veía iluminada desde la calle. Me encantaba esa ventana pasada de moda y el arco iris de tonos fríos que reflejaba en la pared, sobre el sofá, cuando daba el sol. Dos siluetas han pasado por delante de la ventana y he visto sus cuerpos en sombra. No me ha dado tiempo de mucho, sólo de ver que se trataba de un hombre y una mujer. He imaginado que mi silueta se habrá hecho visible mil veces antes y he sentido nostalgia por la que había sido nuestra casa. Recordé hábitos perdidos, como mirarme en el espejo enorme de la portería antes de salir, o revisar el contenido del buzón mientras pensaba que tenía que cambiar de una vez la etiqueta con nuestros nombres casi borrados por el uso. Recordé el primer día que entramos por la puerta siendo tres o la mañana que gastamos pegando unos pequeños corazones rojos en una pared de la habitación de Noa.
Me pregunté si nuestros cuerpos habían dejado su huella en esa casa tal como ella se nos había pegado a la memoria. Quizás restos de mis gritos de enfado, de alegría o de placer se habían quedado imprimidos en las paredes, quizás los ecos de los primeros pasos de Noa se podían escuchar en el pasillo si pegabas la oreja al suelo o, tal vez, los fantasmas de mis plantas muertas vagaban resecos por el larguísimo balcón asustando a los geranios rojos que la nueva inquilina había colgado de la baranda. Rastros olvidados que continuaban la vida de la que nos desviamos yéndonos de allí.
Pensando en estas cosas he llegado a mi nueva casa. Abrí la puerta y salió a recibirme mi gato cobarde; me pareció que una sombra huía de la luz del recibidor.


Errol Flynn
El camarero de la cafetería de hotel en el que me encuentro me da miedo. Es alto, delgado y luce un bigotito a lo Errol Flynn por debajo de unas enormes gafas de pasta. Pero no es el pelo facial del tipo lo que me asusta, sino su amabilidad. Su extrema, artificiosa y sospechosa amabilidad. Nunca nadie tan solícito me había dado tanto miedo. Sé- no sé cómo, pero lo sé- que sus maneras pretenden disimular algo de su carácter; veo violencia en sus ojos. El camarero intenta sepultar bajo quilos de cortesía su oscuridad, igual que ha hecho con el ticket de caja, que he tenido que rescatar de debajo de una montaña de dulces caramelos promocionales para poder ver el importe.
Intercambiador
Hoy me he cruzado en el metro con un fantasma del pasado. No me ha visto y he podido mirarle sin ser vista durante un par de minutos. Me han asaltado sensaciones resucitadas, emociones zombis, recuerdos vampiros. Y me he echado de menos. No al fantasma que se ha desvanecido mientras se alejaba, sino a aquel yo antiguo, y tan joven que sólo veía promesas dónde hoy hay decepciones, certezas y algún que otro agujero tapado con arena.
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A veces un sueño desentierra personajes del pasado que a fuerza de alejarse en el tiempo y el espacio habían llegado a ser fantasmas sin rostro, o como mucho con la cara que decidieron ponerse en la foto de perfil de facebook. Y ese zombi tiene una edad irreal, lleva esos mismos tejanos gastados que se ponía cuando iba al instituto, y su expresión es de muñeco de cera. Porque por mucho que lo soñemos ya no lo conocemos y la mente se atreve a mucho, pero no a aportar gestualidad a una cara rescatada de un rincón de la memoria. Y en el sueño se nos acerca, nos habla, aunque no escuchemos la voz, nos toca incluso, y peor aún, nos hacer pensar. Salimos del sueño como de un vagón de metro a tope (tenemos reciente la huelga de transporte público), respiramos hondo y nos sacudimos la sensación de pesadilla. Pero, ¿por qué pesadilla? Tal vez porque ese zombi nos hace pensar en caminos no escogidos, en guiones diferentes, en líneas paralelas que ni la perspectiva juntará. Un presente fantasma.
Despertar
Hay días en que despierto con la necesidad de sentir una mano en mi hombro, un tacto calmante y acariciador, una presión que me mantenga pegada a algo sólido, una presencia que me haga sentir acompañada. Hay mañanas en las que me incorporo en la cama y me pregunto si con una mano basta.
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Jueves helado. Esta mañana he reagrupado todos los granitos de arena que crujían bajo mis pies cuando he salido de la cama y los he amontonado, apretado, humedecido hasta darles forma humana. Me he mirado en el espejo y he comprobado que todo había quedado en su sitio. Un poco de crema facial para disimular las grietas y a la calle. Es que ayer me desmoroné.
La libélula
Un zumbido fuerte seguido de un golpe seco nos sorprendió. El ruido interrumpió un típica cena de verano en muchas casas: en la terraza con su mesa y sillas de plástico, su toldo que esa noche no se movía a pesar de la cercanía al mar, su plafón de pared encendido, una ensalada de tomate y un señor con bigote dormitando en el salón frente al televisor. El ruido lo hizo una libélula que se coló en la casa atraída por la luz. Intenté devolverla a la calle con un cojín, pero la libélula se elevaba y se golpeaba con la lámpara una y otra vez. El señor del bigote se despertó,se levantó y se fue a la cocina. Reapareció con una escoba, con la que mató de un solo golpe a la libélula. "Ya está", dijo antes de sentarse de nuevo en el sillón. Supuse que no tenía ni idea de lo que simboliza ese insecto en algunas culturas.

IPasión 
Veo a un hombre que espera en la entrada a un centro comercial solitario y aburrido, y a una mujer que llega a su encuentro. El hombre se gira, la ve y sonríe de una manera que me hace pensar en una relación amorosa nueva; aunque por edad y lugar de la cita también podría tratarse de una pasión de esas que se mantienen jóvenes en el formol de la clandestinidad superficial. Ella le devuelve una sonrisa sinónima y cuando esperaba ser testigo de su beso, los dos bajan la mirada, suben las manos y se ponen a tocar con pasión sus Iphones. ¿Será el suyo un amor 2.0?
Es lejos de aquí
Esta semana mientras repasaba los titulares de un diario junto a otra persona me llamó la atención un mapamundi con varios países en sombra, casi todos en África. El titular se refería a la alarma creciente por el aumento de los casos de polio en el mundo. Lo leí en voz alta porque me pareció grave. La otra persona sólo hizo un comentario después de mirar brevemente el mapa: "es lejos de aquí". Me dolió esa frase y pensé que en realidad todo lo que no sucede dentro de uno mismo, está lejos de ese aquí que mencionó. Lo que le pasa al otro le pasa muy lejos, en un territorio desconocido. De repente recordé a una niña rubia de mi antiguo colegio de EGB, que ya ni siquiera existe. Recordé su precioso pelo, que me parecía un animal con vida propia. Recordé que era muy delgada, que siempre llevaba el pichi un poco demasiado corto y le dejaba las rodillas al aire, cosa que no gustaba mucho a Sor María, la directora. Recordé sus rodillas nudosas, los zapatones negros y los hierros y correajes que ceñían su pierna izquierda, pequeña, débil, casi sin movimiento. Me dio rabia no poder recuperar su nombre, en mi memoria era la niña con polio. El tiempo pasado también está lejos de aquí, ¿no? Quizás no tanto.
La pelirroja
La chica que se sienta delante de mí en el autobús no tiene sólo una melena rojiza increíblemente larga y abundante, tiene un animal salvaje, libre y enfurecido, que se mueve vivo, trepa por la ventana y roza el hombro del chico intimidado que comparte con ella el banco. También cuelga cerca de mí, avergonzando a mi pelito liso y lacio. Me lo recojo en una cola. La leona ha amilanado a la gatita.
Señoras que viajan
En el bus viaja una señora de unos setenta años y más de cien quilos. Habla a voces con otra abuela poca cosa a la que no conoce. No para de quejarse de la dieta de sólo verdura que le manda el médico. No entiende por qué a otras personas le permiten comer carne a la plancha. Confiesa que con el calor se está hinchando a horchatas y helados, que se ha comido antes un fuet entero y que le encanta picar, no para de picar. Además, informa al resto de viajeros de que tiene una artrosis terrible y de que va a dos casas a limpiar. De paso le pregunta a la abuela enjuta si conoce alguna casa a la que ir, porque necesita trabajar más. Sigue chillando, y después de recordarnos los poderes diuréticos del melón fresquito, nos cuenta que su madre era portera, como su abuela, y que ahora vive sola, desde que murió su madre viuda, a la que cuidaba bien, porque descuidar a un anciano no es de buen cristiano.
Antes de bajarse nos regala una última confesión, dice que no sabe cómo dejar de jalar, que tiene unas enormes ganas de comer que no puede reprimir, pero el médico no la ayuda, no le quiere recetar pastillas para la ansiedad.

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Hacía muchos días que no cogía un autobús. Esta mañana me ha tocado ir en contra de la marcha, muy simbólico mi asiento. A mi lado, una mujer relee una conversación de WhatsApp con un tal Miguel. La mujer debe de padecer vista cansada, el cuerpo de letra es tan grande que puedo leer sus palabras sin esfuerzo, y lo hago aunque esté feo. Decididamente el bus, con tanta gente apretada, es como un nido de historias, una lata en la que se tocan espaldas, muslos y secretos. El tal Miguel le hace la rosca con esa dulzura arrastrada a la que obliga la culpa. Ella le dice que no quiere otro hombre que la engañe, que ya tuvo bastante con su exmarido, que le ponía los cuernos y la maltrataba. En esta línea pienso que me he adentrado demasiado en la intimidad de esta mujer y aparto la vista de la pantalla de su móvil. Pero la curiosidad me vence y vuelvo a mirar. Miguel sigue con sus 'yo no soy así, confía en mí, mi vida'. Mi vida. Con qué ligereza se usan las palabras. A veces podemos herir el aire con ellas como hacen los niños pequeños cuando cogen un cuchillo de la mesa. Al final ella capitula con un 'buenas noches, cariño. Un beso'. De Miguel se va a una tal Carol. Ésta le cuenta que se ha quitado las tres Visas que tenía porque la estaban devorando.
Bus, vida, poesía.

En tránsito
En el bus estoy siendo testigo de una escena de inocencia encantadora. Sólo he encontrado sitio en el grupo de cuatro asientos. Estoy rodeada por preadolescentes. A mi lado hay un crío, delante tengo a dos chicas. Una se llama Melania, habla sin parar, está organizando una tarde de amigos en su casa y quiere que la chica que tengo justo enfrente también vaya, pero por lo que parece a su madre no le hace ni pizca de gracia que pase la tarde en casa ajena. Melania le insiste, le dice que tiene que convencer a su madre, que van a ir el Marc y la Raquel, mientras su amiga la mira con sus empequeñecidos ojos tristes de miope desde detrás de unas gafas enormes y sonríe sin ganas, mostrando una ortodoncia gigante . A la pobre lo que más le destaca del rostro son sus prótesis. Melania convierte a su abuela, que a estas horas debe de estar tomándose un café con leche, en una coartada irreal, y sigue aportando ideas hasta que su amiga fea y obediente le pide que espere un momento. La cría rebusca en su mochila hasta encontrar su móvil. 'A ver, dime, que luego se me olvida todo'. Melania empieza a dictarle letra por letra las mentiras que se inventa y la otra va tecleando. Sonrío. Yo soy igual, nunca he tenido la picardía necesaria para desobedecer sin rebelarme. Así me fue, nunca fui a casa de amigos al salir de clase.
Y a mí también se me olvida todo.

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Desde el bus he visto hoy muchas manos que despedían, autocares parados, con los maleteros abiertos esperando mochilas y sacos de dormir. Uno de ellos estaba lleno de bicicletas, como cualquier calle húmeda de Amsterdam, desordenadas, tiradas unas sobre otras. He pensado que yo nunca tuve una bicicleta. Ni nada que tuviera ruedas y pudiera llevarme rápido y lejos. Todo lo lejos que podía llevarte una BH rosa con cintas de colores en el manillar. No me la trajeron los Reyes, ni Papa Noel, que en los ochenta era casi tan exótico como celebrar el año nuevo chino. Todavía se escupía en las palmas de las manos para hacer sonar las zambombas de barro y los primos cantábamos historias sobre la virgen y el niño pobre al que le regalaban oro, incienso y mirra. Tampoco le trajeron nunca una bici al pobre niño. A lo mejor se rebeló con ideas y palabras porque no tenía bici. A mí me pasó, mi madre consiguió que no me raspara las rodillas, pero no pudo evitar que mi lengua raspara como la de los gatos.
Me sigue raspando a veces y no me sirve ni para lamerme mis propias heridas. 
Si hubiera tenido una bici quizás al menos sabría mantener el equilibrio.
Dicen que una vez que se aprende nunca se olvida.

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Llevo una mañana de esas que parecen un día entero, con sus tinieblas incluidas. Llamadas que no llegan, prisas, una niña enfadada que me ha convertido en un mamífero iracundo. Llanto. Y culpa por no haber sabido gestionar el conflicto como una madre de algodón de azúcar, rosa y esponjosa. Culpa que se extiende hacia delante, que corre deprisa, deformándose, tomando apariencia de duda corrosiva que me mira desde el final del camino. ¿Seré capaz de hacerlo bien, o regular? ¿Podré evitar hacerlo mal? También ha tenido su papel pertubador una gaviota que ha aterrizado a mis pies con una paloma moribunda y rendida en el pico. Luego, en el bus, un chico down pronunciaba una y otra vez, como un mantra, la frase 'a mí lo que me gusta es fastidiar, a mí lo que me gusta es fastidiar, a mí lo que me gusta es fastidiar'. Todo el rato, hasta que se ha bajado. Me he mirado durante varios segundos los pies. Menos mal que llevo unos botines inadecuados para el día que hace, tengo la sensación de que se me ha pegado a la suela la sangre viscosa que ha derramado la paloma en la acera; al menos evitaré mancharme la piel.
¿Delirio?
Y siempre fascinándome por lo raro, por lo inadecuado, por lo mostruoso; yo, tan normalita, tan poco atrevida, tan convencional. Pasiones inoportunas, desequilibrantes, incomprensibles para los que no ven más allá de los nombres de las cosas. Si al menos no hubiéramos sido nosotros los que las hubiéramos bautizado a conveniencia. Y, sin embargo, no encuentro la palabra adecuada para esto que siento. ¿Delirio, tal vez?
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Hoy, ahora, siento que la calma química me convierte en una carpa naranja flotando en una vaso de whisky de los gruesos, pesados y tallados. Desde el vaso elegante veo otro montón de carpas naranjas, blancas, rojas y blancas, boqueando ansiosamente, resecándose al sol. No me ven, van deprisa, soñando con estanques umbríos sobre los que flotan nenúfares fucsias. Y yo, desde mi calma lenta, veo fluir ese río de peces con las agallas abiertas mientras me ahogo en mi vaso medio vacío de agua del grifo con olor a cloro.
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Iba a escribir sobre estados de calma inducida químicamente, pero me ha distraído un grupo de varios trabajadores de Tecnocasa, todos hombres (parece que eso de enseñar pisos vacíos es cosa del género masculino), con sus corbatas de un verde imposible de combinar con elegancia, trajes más o menos feos y zapatos bicolor dignos de dandys del XIX. Zapatos comprados con la comisión del primer trato cerrado, zapatos caros que no deberían perder su brillo por el polvo de las aceras del barrio que acostumbran a pisar. Zapatos fuera de lugar y de cuerpo. Menos mal de las corbatas verdes que les ciñen los cuellos ambiciosos de realidad.
Dualidad
Estoy cansada de sentir cómo mis dos yoes se pelean constantemente. Uno es soñador, excéntrico y aventurero, y desea con fuerza volar, sin importarle que no tiene alas y que con el brazo que le tocó en el reparto como mucho podría remar un rato contracorriente antes de caer exhausto. El otro es normal y cobarde, más cobarde que normal, y disfraza de aceptación cada renuncia y de logro cada paso que da la vida por él. Con el brazo que le tocó en suerte sólo sabe frotarse los ojos por la mañana para quitarse las legañas. Qué pena que en el reparto mi yo que anhela ser cometa de colores ganara sólo el corazón; está prisionero en la jaula de huesos que a mi yo aburrido le encanta contemplar para pasar las horas.
La niña salvaje
Hoy me siento un poco así. Un poco niña salvaje y desafiante. Quisiera salir a la calle despeinada, libre y descalza. Quisera poder mirar con esos ojos a cualquiera y sentirme orgullosa del desorden de mis dientes.
Equilibrio
Aquí estamos, de nuevo a punto de salir a la pista. Ya he sacado mi sonrisa de una caja redonda de cartón, forrada con ilustraciones de mujeres exóticas con gesto alegre. Le falta entrenamiento, como a mis piernas, y brillo, como al maillot al que le he de recoser varias lentejuelas perdidas por el roce de la cuerda que me permite volar a la vez que me ata y aprieta. Pero estoy lista. Eso me digo delante del espejo mientras me dibujo una línea negra sobre los párpados que alargo un poco más de la cuenta. Me asomo al escenario antes de mi turno e intuyo todos esos ojos expectantes, necesitados de asombro, maravilla y valor loco. ¿Qué hago aquí, del otro lado, yo que ya no soy ni tan joven, ni tan fuerte, ni tan valiente? Si supiera de otro lugar con los techos más bajos, si hubiera un brazo que me pesara sobre los hombros y me mantuviera a su lado en una de esas sillas que hay ahí fuera. Pero no. Me vuelvo a mirar al espejo y me pinto los labios de un rojo sangre. Sonrío y mis dientes se ven blanquísimos por el contraste, relucen en la penumbra. Ya estoy lista, esa luz hará que el público se fije menos en los moratones de mis muslos, que no aprecie la marca de las ligaduras en las piernas. ¡Tachán!

viernes, 21 de agosto de 2015

Diario de una ansiosa IX. Viaje de huida y vuelta

Kilómetros, camiones, matorrales chamuscados en los laterales, asfalto irregular y el aire incendiado que me quema por dentro. El paisaje pasa, se quedan atrás campos, casas abandonadas en medio de ninguna parte, viñas, olivos, algún espantapájaros sin cerebro para pensar y el túnel de huida que he excavado con mis dedos bajo un azulejo suelto del baño. Me he traído restos de esa esperanza mugrienta bajo las uñas y una bolsa llena de muñecos de Noa.
He dejado fuera de este paréntesis casi todo lo que me impulsa a aguantar la respiración con los labios apretados hasta contar cien cuando el aire se me espesa. Casi todo. Parte. El resto viaja en la maleta, incómodo por tener que plegarse y ceder su espacio a un bikini de rayas y a unos cuantos trapos arrugados. Poca tela, de colores alegres, de verano, estampadas con flores o rayas o palmeras. Dentro de este paréntesis blanco y azul no necesito más. Todo es leve, todo flota, como mi cuerpo tumbado en el agua. El tiempo en verano se acolcha y parece que en un día caben muchas más cosas que ocupar una silla y una línea telefónica. O mejores. 
Y Noa avanza deprisa. Crece. Da igual lo que yo haga, bueno o malo. Ojalá logre enseñarle sólo una cosa: tú, pequeña, debes ser enorme, no ahora, poco a poco, algún día. Y amedrentar con el tamaño de tu jaula de huesos a los caníbales que quieran devorarte. Incluso al más temible: tu propio miedo. 
Yo aún no lo he logrado, y no creo que lo consiga ya. Sólo me queda disimular los mordiscos que me ha dado. Y mentirle a Noa, fingir que soy más valiente que un súper héroe sin súper poderes, como Batman, callarle que aún no he acabado mi túnel, que no tengo una cueva en la que esconderme ni millones de euros con los que pagarme un revestimiento de látex y valor. Pero, ¿y si mi corazón sin miedo fuera un pozo?
Me asusta el monstruo que intuyo y me paralizo. Sin miedo podría usar mi lengua como un puño, mi vagina como una boca, mis brazos como cuerdas o látigos. Podría huir o quedarme sola o soñar que vuelo como aquel súper héroe de risa que salía en una serie de cuando era niña. 
No recuerdo la última vez que soñé que era capaz de volar, ni siquiera sueño ya con humedades u otros infiernos deliciosos. Habré dejado de creer en esas posibilidades. La realidad se tumba en mi almohada. Y eso sí que que no. De noche quiero poder hablar con los peces, nadar con una cola de sirena, o notar como me crecen alas en los omoplatos. No quiero que el miedo de ojos amarillos me susurre mientras duermo que no debo lanzarme por el balcón porque el cemento es muy duro y está demasiado lejos. Y qué más da. El cielo está igual de lejos. La misma distancia me separa de la piedra que del aire, y yo quiero respirar. Saltaré dormida y volaré. No permitiré que el miedo se me meta entre los párpados por la noche, ya tengo suficiente con notarlo como una enredadera, trepando por mi columna, cosquilleándome en el fuego enredado en espiral que tengo en la nuca durante el día. Cada día.

Los días de olas y viento han acabado. De nuevo, el asfalto, las estaciones de servicio de menús mediocres y lavabos inmundos cansados de ver culos. Los mismos kilómetros a la vuelta; sin embargo, durante el trayecto se me secan más los ojos y la boca que a la huida. Ya no me espera el paisaje de un océano, ni ese paréntesis vacío de relojes, ni la promesa de olvido y sol, ni la posibilidad de una isla. Regreso a mi mundo de setenta y pico metros cuadrados más patio en el que me espera mi miedo, aburrido y con olor a cerrado. Habrá crecido estos días, como Noa, y se paseará encorvado por el pasillo, impaciente, ansioso por abrazarme y decirme al oído que se nos está quedando pequeño este mundo que habitamos.