miércoles, 9 de septiembre de 2015

Diario de una ansiosa XI. Silencio

He salido huyendo de una panadería en la que me había metido a comerme un bocadillo barato. Era tarde y no quería comer mucho, últimamente tengo menos apetito, y tampoco quería gastarme los doce o trece euros de un menú porque a mi dinero le pasa lo mismo que a mis ganas de comer, pero el lugar me ha resultado demasiado deprimente. Era una de esas franquicias con el rótulo en negro y dorado que aparecen de la noche a la mañana donde antes había una oficina bancaria o la ferretería de toda la vida, con sus paredes tan abarrotadas de objetos de nombre misterioso que me parecía imposible que hubieran sido limpiados alguna vez: tornillos y alcayatas de mediados del siglo XX compartiendo espacio con modernas manoplas de silicona para evitar quemaduras en las manos y cronómetros con forma de huevo cocido. ¿Dónde habrán ido a parar todas esas cosas?
No me he acabado el horrible bocadillo de atún que he pedido. Ha sido por culpa de dos voces. Intentaba leer, o pensar en mis cosas al ver que lo de leer iba a ser complicado, pero esas voces han ido ocupando cada vez más espacio en mi cabeza hasta impedirme concentrarme en nada más. Dos voces femeninas: la de una chica joven y la de una mujer de unos cincuenta años. La adolescente hablaba con voz demasiado aguda de sus exámenes, de su trabajo de cuatro horas diarias, del mal trago de cruzarse con su ex cada dos por tres en la calle y de lo que soñaba hacer con su nuevo novio economista cuando acabara sus estudios. Su tono era molesto, pero ha sido la otra voz la que me ha resultado insufrible, la de una mujer con acento argentino. Hablaba al hombre de ojos verdes que la acompañaba con un desdén hiriente. Sus sarcasmos se colaban entre mis pensamientos y los iba amargando. He dejado en el plato la mitad del bocata. No he podido aguantar que por un oído me entrada la ilusión chillona de la juventud, mientras por el otro se colaba el rencor bajo de la derrota. Un rencor peligroso porque suele ser disparado a discreción contra cualquier diana. Al salir he cruzado la mirada con la de ese hombre humillado. Tenía los ojos enrojecidos, como los carrillos en los que se le marcaban los capilares dilatados, y de sus poros emanaba un efluvio de alcohol barato. De la mujer sólo he podido apreciar su perfil, y parecía que el odio le tiraba de las cejas hacía arriba.
Sueños y pesadillas, principio y final, tomando café con leche en un local de suelo sucio y resbaladizo, atendido por dependientas mal pagadas y demasiado maquilladas que tocan con la punta de los dedos los bocadillos cuando les dices que quieres ese no, el de atrás.
Me he refugiado en una cafetería familiar que lleva en el barrio no tanto tiempo como la ferretería desaparecida, pero el suficiente como para guardar el recuerdo de alguna tarde antigua en ese lugar. He pedido un cortado, he sacado el IPad y me he puesto a escribir. Cada tres o cuatro palabras, al acabar una frase con suerte, miraba la pantalla del móvil por si había alguna novedad en Facebook, Twitter, WhatsApp. Últimamente, sólo las encuentro ahí y no me pertenecen.
Hoy he vuelto a ver a mi psiquiatra de manos delicadas. Debe de tener cinco, siete, años más que yo y parece tan adulto. Yo no sé lo que parezco. Antes creía saberlo, ahora ya no. Estoy mejor, me ha dicho. Quizás si le hubiera confesado que me da pánico el otoño, que este año temo como nunca los árboles desnudos, porque sé que las ramas secas no me servirán de escondite, no me lo habría dicho. Tampoco, si le hubiera explicado que empiezo a evitar las primeras hojas muertas bajo mis pies porque su crujido delataría mi huida.
¿En qué momento entre la voz de pito y la envenenada estoy? ¿Mi voz formaba, en esa panadería, el último vértice del triángulo en el que cabe toda una vida? Qué pena que me haya dado por tomar un café justo después de que el psiquiatra me recomendara procurar los cambios que tengo pensados, tal vez me podría haber contestado.
Hace años, cuando Él y yo entrábamos en un restaurante, o en un bar, y veíamos a una pareja que no se hablaba, que comía o bebía en silencio, mirando cada uno lo que había detrás del hombro de su acompañante, no podíamos evitar observarles y hablar sobre ellos. Él siempre me decía que le parecía algo insoportable y triste, que no se imaginaba compartir su vida con una mujer con la que no tuviera nada de qué hablar. Me reía y le susurraba que yo jamás había aguantado más de cinco minutos callada, y añadía que quizás esos de la mesa de al lado sólo estaban enfadados. No entendía que dos personas pudieran hacer planes, se sentaran la una frente a la otra y dejaran pasar el tiempo casi sin mirarse. Ahora empiezo a entender ese silencio y a mí también me parece insoportable y triste. Cuando lo noto, miro el móvil en busca de alguna noticia, de alguna conversación virtual, ajena. De momento, me sirve de consuelo, aún no se me ha enquistado, aún no noto que me amargue la saliva.

Tampoco le he hablado del silencio a mi psiquiatra de manos delicadas, hoy sólo hemos hecho ruido.

lunes, 7 de septiembre de 2015

Ventrílocuo




Lunes. Tengo la garganta irritada. Las funciones del fin de semana han ido bien, el aforo estaba completo, y pude repetir mi número mañana y tarde, pero hoy me cuesta hablar y cuando lo hago no reconozco mi voz. Alma me mira desconcertada porque a ella también le cuesta reconocerme. Aprieto mucho los dientes y le sonrío para calmarla. No le ha gustado que esta mañana le haya pedido la mantequilla la señora Alfonsina. Es la que más le inquieta, cada semana me pide que no la saque del arcón. No le hace gracia, creo que al público tampoco. Nadie se ríe con sus lamentos y sus referencias a la muerte. Alma me dice que le da miedo, que parece una parca ansiosa. Le recuerdo que es de cartón y no insiste, aunque me doy cuenta de que nunca la mira a sus ojos pintados, evita esa mirada fija. Pero a mí me gusta. Es la más lúcida, la que dice siempre la verdad porque el tiempo le ha concedido ese privilegio. Es la más vieja, en apariencia y años. Empecé con ella. Luego llegaron los demás: Lucas, el negro Sam, Pedro el lento y Alma. Es gracias a ella que puedo ignorar el éxito de la trapecista de labios rojos como los rubíes, los aplausos que consigue el domador de fieras, el calor que arropa a los payasos tristes. Aunque su amor es exigente. Un sábado se puso a llorar después de que una niña pequeña del público se le acercara y le diera un beso. Creí entender y le preparé una sorpresa: Lilith. Cuando abrió la caja y la vio dentro se asustó, tan real parece... Me miró extrañada y le sonreí, apreté los dientes y con mi nueva voz de niña le dije que la iba a querer mucho. Alma bajó la cabeza y lloró. Esa noche nos metimos los tres juntos en la cama. Alma me dio la espalda, empezó a cantar una nana mientras cepillaba el pelo castaño de Lilith y así se quedó dormida. Desde entonces habla poco y se duerme siempre de espaldas a mí. Echo tanto de menos su voz y el hueco de su cuerpo.

miércoles, 2 de septiembre de 2015

Diario de una ansiosa X. Ser capaz


Tumbada boca arriba en la cama miro la sombra que un ventilador antiguo proyecta en la pared  de enfrente mientras oigo voces al otro lado de la puerta, aunque no entiendo lo que dicen. Sé que están hablando de mí, de lo mal que lo hago. Todo. Es más fácil generalizar que entrar a listar los detalles. Y, por supuesto, menos aburrido. 
Prefiero no oír. El ventilador está apagado. Las aspas oblongas llevan en la misma posición estos últimos cuatro días y, por el polvo acumulado sobre la rejilla protectora, diría que no han movido el aire húmedo de esa habitación con olor a río en mucho tiempo. Noa duerme a mi lado, por fin. Le suda la cabeza y tiene una pierna entrelazada con la de su muñeco de trapo preferido. Ha estado llorando desde las diez de la noche, gritando, pataleando, lanzando sus objetos preferidos con rabia, convirtiéndome en un animal furioso y descubriéndome ante los demás como una madre falta de recursos, pegatinas de colores y premios a la buena actitud. Son las doce pero no tengo sueño. Además de los cuchicheos, escucho los ladridos de un perro que alguien mantiene durante todo el día atado con una cadena a una tapia que separa una casa de un campo de arroz. Yo no ladro, pero también quisiera escapar.
Estoy rodeada de arrozales y agua: charcas, acequias, canales y el mar como destino último. Será por eso que tengo la sensación de estar ahogándome despacio. Hacía tiempo que no me sentía prisionera, quizás desde que dejé de ser una niña. Conseguí arrinconar la ansiedad de aquella época al convencerme de que se debía a las hormonas y de que todo era cuestión de tiempo. Esa era la frase preferida de mi madre: 'no te desesperes, hay tiempo para todo'. Al final crecí y dejé de necesitar el ventolín y de enamorarme cada vez que decidía mirar a un hombre a los ojos.
Pero estos días he vuelto a ahogarme.
Con el amado pasodeltiempo de mi madre descubrí que aquella ansiedad no se había debido a mi edad, o no del todo. Lo escribo junto porque es la medida temporal que marcó mi paso de la infancia a la juventud. En casa no se miraban los relojes, ni existían las horas, ni las semanas, ni los meses. Sólo podía sentarme, leer y hartarme de esperar a que el puto tiempo pasara para poder salir huyendo. Entendí que vivir rodeada de mi familia me producía sensación de asfixia. Hay quién se pone nervioso en un ascensor o en una cueva o en lo alto de un edificio; a mí mi familia me produce claustrofobia. Creo que nunca he estado en un espacio tan reducido. Y les estoy agradecida por mucho, pero no por todo.
Me han enseñado que a ser feliz también se aprende. Creía que el instinto te obligaba a pretenderlo, sabía que como mucho se es feliz a momentos: a orgasmos, a postres, a risas, a besos, a lecturas, a amaneceres y mares; sin embargo, las mujeres de mi familia no saben ser felices, les hicieron creer que es peligroso. Creo que podrían redactar una tesis doctoral sobre el miedo y la infelicidad sin haber estudiado Filosofía. Saben conseguir un blanco perfecto en la lavadora, pero no tienen ni idea de pisar la tierra descalzas y mancharse de polvo y llevarse arena entre los dedos de los pies a casa para meterla luego en un sobre y escribir en el reverso: recuerdo de aquella playa y de aquel verano
No saben ser libres. La libertad les asusta más que la infinitud de los matices. Y sin libertad no se puede ser feliz. De niña me harté de escuchar "No hagas esto. ¡Aquí, a mi lado! ¡Cuidado, no corras! no, no puedes subir ahí. No vas a salir. Relaciónate sólo con la tribu, somos tus iguales, los demás son diferentes y extraños, sus camisetas blancas están grisosas, hablan muy alto, beben alcohol, se drogan, se carcajean y no piden las cosas por favor, son peores. No te acerques, ten cuidado, ¿no te dan miedo? Está oscuro. Se ha escuchado un ruido". Todo es peligroso en potencia, así que mejor evitar el daño. Y a fuerza de evitar han ido cada vez ocupando menos espacio; su existencia se ha reducido hasta convertirse en supervivencia. Creo que ya no les caben ni sueños en los bolsillos. 
Me metieron su miedo en la cabeza, y me fui convenciendo sin darme cuenta de que si no había aprendido a ir en bicicleta, tampoco podría conducir un coche; o de que si no sabía nadar, menos lograría volar; o de que si no podía ir sola a ningún sitio, tampoco podría vivir una vida independiente.
Me di cuenta tarde del efecto de su miedo en mí. Luego he intentado ser diferente. Lo procuro en cada paso que doy: me bajo a la calzada en vez de caminar por la acera porque es arriesgado, dejo que Noa se suelte de mi mano y se caiga, lloriquee y se levante por sí sola. Me encantan las calles desiertas a las tantas de la madrugada, hablo con desconocidos, me he tatuado la piel, he levantado la voz, he gritado de placer, me he raspado las rodillas, me despeino... Pero todo lo hago con esfuerzo. Esa que ríe, esa que se tira de cabeza al mar, en realidad no soy yo, sino la mujer que quisiera ser. Cuando me quedo sola me echo a temblar. Temo no ser capaz. Y generalizo. No ser capaz, sin más. 

Soy una mujer de mi familia, y ahora tengo que enseñar a Noa a no serlo. Y temo no ser capaz. Y estoy sola.