martes, 8 de marzo de 2016

Diario de la niña de fuego. Querido mío

I.                   Querido mío,

Cuánto te echo de menos.
Añoro aquellas conversaciones sobre cualquier nadería. Podíamos hablar durante horas del cajón de madera que queríamos pintar para darle una segunda vida como cofre de tesoros.
Ahora es diferente, desde que me mudé a este lugar que sigue casi vacío no hablamos apenas. Es difícil coincidir. Las rutinas, los horarios, las obligaciones limitan el tiempo. Mucho.
Me inquieta el eco que me sorprende cada vez que hablo sola. Ya sabes como soy, lo indispensable lo coloqué rápido: el sofá, una mesa, un par de sillas y una cama enorme siempre deshecha (no espero visitas)... Pero los detalles me cuestan, los dejo para más tarde. Así que, imagínate, no hay cortinas, ni cuadros, ni nada que amortigüe el golpe de mi voz contra las paredes. Me asusto al oírme y entonces me callo. Habito un lugar que está empeñado en convertir la ausencia en una hoja de cuchillo.
¿Cómo estás? ¿Eres feliz? Escríbeme pronto y cuéntame. La última vez que me llamaste quise preguntártelo, pero después de resumir cómo me había ido aquella mañana de prisas te despediste tan rápido que no tuve ocasión de hacerlo.
Estás muy lejos y aun así soy capaz de oír el sonido de tu respiración al otro lado de la pared. Llego, incluso, a percibir la vibración de tu nuez y cómo se dilatan las aletas de tu nariz al paso del aire tibio que recorre tu cuerpo dormido. En cambio, no logró imaginar las emociones que flotan en la bilis de tu estómago. Sé que los ácidos de cada cena muda están corroyéndolas y puedo intuir sus agujeros pero no lo que rodea los huecos.
Tus emails son fríos y superficiales, prefiero escribir una carta. Escribirte me ayuda a creer que te tengo enfrente, dispuesto a escucharme. Necesito que me escuches. ¿Vas a escucharme ahora?
Escribir una carta es otra cosa, exige concentración, permite reflexionar y obliga a ser paciente. Primero me llega el amargor de la pega de la solapa del sobre en la lengua, o del reverso del sello en el que un rey de perfil siempre acaba babeado; luego, se me amarga la boca entera cada vez que abro el buzón y lo veo lleno de facturas y propaganda, pero vacío de respuestas. No, no soy paciente...
Aprovecho el silencio de la medianoche para escribirte. La tele está encendida, sin voz. A veces, oigo el llanto de un bebé al fondo del pasillo. Me asusto y me tapo con una manta gris que me calienta mientras dura el frío. Y cada vez dura más.
Algunas noches me pondría un vestido negro, me ahumaría lo ojos y me pintaría los labios de rojo para salir a las calles de mi barrio a reírme de mi sombra. Pero me preocupa que el llanto de pesadilla del bebé se convierta en un reclamo inevitable de cría en peligro y no me muevo del sofá. Casi ni respiro. No quiero que suceda, no ahora que me siento sola, que puedo escribir una carta. El bebé se mueve, me llega el sonido del roce de su cuerpo contra las sábanas. Cierro los párpados. Ahora no, ahora quiero estar sola.
Suelto poco a poco, a través de los labios entreabiertos, el aliento que me dolía dentro del pecho. No sé a quién contarle lo extraño que me resulta mi nuevo lugar. Te lo estoy diciendo a ti, por escrito, lo sé, pero no confío demasiado en que llegues a leerme. Ni siquiera confío en que recibas la carta. Sólo yo tengo llaves del buzón. Además, nunca has esperado las palabras de nadie, no las necesitas. Ofreces silencio y distancia como quien ofrece susurros y abrazos. Te sirve, a mí no.
¿Sabes? Creo que últimamente parezco el conejo de Alicia en el país de las maravillas. No soy dueña del tiempo que se me escapa. Quisiera huir, pero no puedo y siempre llego tarde a sitios en los que esperan a esa mujer despeinada que no soy yo. O no sólo.
No te he dicho que las puertas y ventanas de mi nuevo lugar tienen unas rejas con filigranas pintadas de blanco que proyectan unas sombras hermosas en el suelo cuando entra el sol. Algunas mañanas me creo un pájaro y siento el impulso de echar a volar. Mi nuevo cuarto impropio es como una de esas jaulas hermosísimas en las que las abuelas encierran a perpetuidad a un canario cantor o a un loro gris de los que insultan a los nietos cuando las visitan y meten el dedo índice entre los barrotes, cada vez menos a menudo. Estoy prisionera en este nuevo espacio. Es fácil abrir la puerta desde dentro, el pasador del cerrojo es endeble, pero aunque la puerta se abriera de par en par no sabría reconocer el trozo de cielo que me perteneció una vez. Saldría agitada, mi cuerpo chocaría contra las paredes y los vidrios y acabaría sentada en un brazo del sofá, agotada, pensando que no estoy sola, que nunca más volveré a estar sola. Y lo que podría servirme de consuelo, me sirve de precipicio. Pero no puedes entender mi vértigo. Creo que poca gente podría. Tal vez alguna mujer que no se atreverá a reconocerlo ante nadie porque queda feo confesar que añoras el vientre intacto y nuevo de antes del parto de luz y de sombra, que sólo se llenaba de ese deseo que te erizaba la piel y tensaba tus pechos. Da vergüenza confesar el vacío.

Enviaré esta carta y tendré un margen para pensar en si quiero realmente que la leas. Tardará unos días en volver a casa y cuando llegue, la descubriré en el buzón, arrugada y expectante. Hoy, quiero que la leas; tal vez, dentro de tres días haya cambiado de idea y la rompa en pedazos porque habré decidido, otra vez, conformarme con tu silencio. Y después de tirar mis palabras a la basura, recorreré de puntillas los pocos metros del pasillo que me lleva al otro lado del muro con la esperanza de que la visión de mi horizonte dormido en su cuna me devuelva a mi sitio.


Diario de la niña de fuego.

La niña de fuego
Te llama la gente
Y te están dejando
Que mueras de sed.
(La niña de fuego, copla de Quintero, León y Quiroga

La niña de fuego soy yo. Es una metáfora, claro, porque ni soy hace tiempo una niña ni sufro de combustión espontánea. Mi incendio fue prendiendo poco a poco hasta llegar a consumir el oxígeno que necesitábamos ambos para seguir creciendo. Yo me quedé sin aire y  mi fuego se ahogó a sí mismo. Aún tengo la piel llagada, aún me duele la tráquea al respirar y, cada vez que me decido a vestirme para salir a la calle, camino por encima de ascuas al rojo que parecen corazones calientes emponzoñados, con su tizne negro por fuera que me mancha los pies desnudos antes de abrasarme las plantas.
No lo sabía. Siempre anduve sobre un sendero amarillo que refulgía en la noche, pero no pisaba baldosas como creía. No sabía que el mío era un terreno áspero de fósforo que a la menor fricción ardería como la brea. Mi abuelo siempre usaba esa expresión, me gustaba que lo hiciera y yo la empleo a la mínima oportunidad. Al final me caí, rodé y me vi envuelta en llamas como una bruja condenada.
Mi abuelo también se quemó muchas veces. Pero a él le gustaba el fuego. Le encantaba sostener una cerilla entre dos dedos ante mi mirada atónita de niña curiosa y dejar que se consumiera hasta que la llama le quemaba las yemas. La soltaba con un gesto reflejo de retroceso de su brazo derecho. Le gustaba el riesgo y el juego. Le gustaba ganar y no le importaba perder. De muy joven una guerra le obligó a renunciar a todo. Lo que vino después no consiguió sentirlo demasiado suyo porque no tenía muy claro si seguía vivo. Ni mujer, ni hijos, ni trabajos, ni dinero, ni sueños. Todo prestado. Todo ajeno. Poco apego. Lo recuerdo siempre doblado, con ambos antebrazos apoyados en la mesa redonda del comedor. Siempre adoptaba esa postura. Creo recordar que cuando no estaba incorporado no sentía ciertos dolores que le acompañaban desde una caída antigua. Parecía un gorila sin pelo. Bajito y ancho. Simpático, pero con una voz que raspaba como una lengua de gato y que sonaba sorprendentemente bien cuando cantaba aquellas coplas en blanco y negro. Siempre tenía cerca del oído un pequeño transistor color humo del que salían distorsionadas aquellas canciones de hombres que suplicaban el amor de una mujer de fortuna, o de mujeres que se arrancaban a voces y golpes de cadera el corsé de la moral pacata de la época. Se sabía las letras. Entonaba y le salía de la garganta la tristeza que está detrás de todas esas canciones. La gente del barrio le pedía que cantara. La copla que más le gustaba era La niña de fuego, de Manolo Caracol. Mi abuelo nos chistaba para que nos calláramos cada vez que la emitían por la radio. Tiempo después, en el televisor, descubrí que mientras Manolo Caracol cantaba, una auténtica niña de fuego, una Lola Flores jovencísima, le respondía con la melodía de sus tacones, con el vuelo de su falda y con el descaro de sus muñecas. Ella no movía los labios, sólo bailaba, zapateaba, se revolvía, chasqueaba los dedos, se inventaba un lenguaje con sus manos. Ella estaba ardiendo y él deseaba quemarse con su piel.
Cuando me caí y ardí, recordé esta copla y pensé que yo también soy una niña de fuego que quisiera sacudirse los males a golpe de melena.

Pero como no sé bailar, empecé a escribir.

lunes, 7 de marzo de 2016

Caperucita en pelotas

"Caperucita en pelotas"

Hace ya unos días (una eternidad en términos de actualidad noticiosa) se hablaba mucho de la infancia, de lo real y lo imaginado, del bebé de Bescansa y su crianza con apego. Esos comentarios coincidieron con la celebración del aniversario poco redondo del nacimiento de Charles Perrault, del que nadie habría escrito ni una línea si no hubiera sido por el doodle de Google. Días de muestra del poder de las redes sociales y de la Wikipedia. 
En la misma semana se abordó por todos los flancos posibles la decisión de una mujer de llevar a su bebé a su puesto de trabajo, y no precisamente para enseñar a sus compañeros los rollizos mofletes de la criatura, a la vez que se mencionaban de pasada los crueles finales rebozados en azúcar por Disney de los cuentos infantiles de Perrault. No sé hasta qué punto la diputada seguía una estrategia, aunque obviamente su gesto era político y detrás estaba la voluntad de conseguir, después de que la riada de comentarios a favor y en contra hubiera pasado de largo, desnudar una pobre verdad a la vista de todos: en este país hay muchas cosas que mejorar, también en cuanto a conciliación familiar. 
Aquellos días escuché, sorbiendo mi cortado matutino, a más de una mujer criticar a Bescansa porque ellas no pueden llevar a sus hijos al trabajo y sentarlos en su falda, principalmente porque están de pie las ocho horas de su jornada. Algunas, las más detallistas, le echaban en cara sus ganas indisimuladas de salir en la foto y añadían algún comentario sobre las prisas matutinas, las manchas blanquecinas de leche en la ropa oscura y la incompatibilidad de ser una madre trabajadora de verdad con la cantidad de botones que llevaba el vestidito beige de la criatura en la espalda. "¡Si con los tres corchetes del body interior me hago un lío!", exclamaba la detallista. 
Este es el primer invierno en el que mi hija no lleva body. Su barriga fría me permite ganar un par de minutos en mi carrera matutina. Yo también huyo de las hileras de botones y amo el velcro y los cuentos de Perrault por igual. Pero al caer la noche, cultivo la pausada tradición ancestral de transmitir oralmente mitos y leyendas y le explico a mi hija un cuento. El mismo cada noche (en la crianza todo va por etapas): La Caperucita roja. A mi hija le apasiona esa historia y me apoyo en versiones adaptadas para críos de dos o tres años; sin embargo, lleva unos días pidiéndome que no siga a pies juntillas el texto impreso sobre el hermoso rojo veneciano que abunda en las páginas del álbum ilustrado. También me pide que me salte el rollo de la madre, la cesta llena de viandas y la casa de la abuelita. Quiere llegar al lobo. Se queda muy callada cuando le explicó que el animal estaba hambriento y engulló enteras, como una constrictor, a la abuela y a la niña. Y se asombra y hace gestos de incredulidad cuando el leñador le raja la panza al lobo dormido y reaparecen por la herida las mujeres desaparecidas. Vuelve a callarse cuando la inocente Caperucita lo rellena de piedras y le da unos puntos de sutura. El libro que tenemos acaba aquí, aunque cuando yo era niña se consideraba que los críos eran capaces de escuchar sin traumatizarse cómo se ahogaba el cánido feroz en el río. Y se lo narro a mi hija. Ella busca las representaciones gráficas de mis palabras, pero le aclaro que no están ahí, en el papel, sino en mi cabeza. 
En mi cabeza caben todos esos finales terribles, como el que realmente ideó Perrault para la pobre Caperucita, que era devorada por el lobo después de desnudarse y meterse en la cama con él. También recuerdos sueltos. Después de estos días de conversaciones sobre los niños y sus madres, he recordado una frase que me dijo una mujer mayor en el ascensor del metro una de esas mañanas de contrarreloj y ojeras después de hablarme de su época, de su hija y de los nietos que había criado: "Nos contaron un cuento y nos lo creímos". 
Quizás, mientras nada cambie, no seremos más que Caperucitas en pelotas.