sábado, 25 de noviembre de 2017

Yo también te creo

Sé que de nada sirve que escriba un texto a modo de confesión para mandar ese mensaje que he estado leyendo y escuchando en los medios y en las redes estos días. Yo te creo. Lo haré de todos modos, sobre todo para entender por qué la creo. 
Claro que la creo. Deberíamos creerla todos. Pero no es así y esa desconfianza que nos llega a través de pantallas en las que gastan ese tiempo que llaman de oro en ofrecer desinformaciones y prejuicios, no hace más que insistir en ese circuito mental cerrado en el que la mujer nunca es inocente. No lo es desde que una tal Eva nos convirtió, a todas las que recibimos, aun no queriéndola, la estupenda herencia de la moral judeocristiana, en pecadoras que cargan no sólo con su propia culpa, sino también con la de un tal Adán, un joven débil, influenciable y, por qué no decirlo, cobarde.
Mi familia no es religiosa, quizá mi abuela observa ciertas costumbres y ritos de manera más supersticiosa que consciente. Cocina garbanzos con bacalao en Semana Santa y acaba sus deseos con un “si dios quiere”. Creo que poco más. Ahí se acaba mi religiosidad familiar.
Pero esa herencia va por dentro, como la procesión del dicho. Y mi madre heredó el temor al placer y la libertad y lo convirtió en una especie de misoandria basada en el miedo y la  certeza de la obsesión por el sexo y el desprecio por las mujeres que sienten los hombres. Logró que creyera que solo buscarían en mí el placer y generó una especie de rechazo y temor. Y una necesidad fatídica: tienes que estar enamorada para estar con alguien. Creo que por eso me enamoraba cada cinco minutos durante mi adolescencia.
Mi madre, cuando empecé a dejar de ser una cría, comenzó a prevenirme contra los chicos. Creo que tenía una frase favorita: “los hombres tienen un coño en la frente”. La usaba cuando quería asegurarse de que no me iba a dejar magrear por ningún chaval. Yo la escuchaba desde la tabula rasa de la inocencia, sobre la que cualquier dedo deja su huella al mínimo roce. La había escuchado tantas veces que formaba parte de mí. La escuché incluso antes de poder entender el sentido completo con el que la usaba mi madre. Ni siquiera había besado a un chico pero era capaz de imaginar a los hombres, todos dentro de esa generalización, como una especie de animal mitológico que, en vez de un cuerno blanco en la frente, tenía una abertura frontal tibia y carnosa, de color rosado, un poco más arriba del lugar en el que el cíclope tiene su ojo. La entrada a una cueva mágica, tan valiosa como para llevarla en ese sitio tan poco disimulable. 
Nunca se la planteé a mi madre, pero por aquella época me nació una duda que aún no he resuelto: se me ocurrió pensar que si las mujeres tuviéramos los genitales en la frente, expuestos, orgullosos, al aire, no tendríamos tantos problemas sólo por ser mujeres. Si fuéramos nosotras las que tuviéramos el coño en la frente, en sentido literal, si no fuera algo tan íntimo e interno, tan difícil de comprender para los que no tienen uno porque crece hacia dentro como las raíces de un árbol, como el cuerpo sumergido de un enorme iceberg, quizá si así hubiera decidido la naturaleza que fueran nuestros genitales, podríamos habernos ahorrado la censura y el pudor y pasearíamos orgullosas de nuestro coño, de su tamaño y otros atributos, como sucede con la genitalidad masculina. Así, “Qué par de cojones” podría tener su equivalencia femenina (con mismo sentido connotativo, que equivalencias hay muchas pero no siempre positivas, solo hay que pensar en zorro/zorra o, si nos ajustamos al ámbito de los genitales, ser la polla/ser un coñazo). “Qué coño tiene”. ¿Soy sólo yo la que no puede escribir o leer esa frase sin pensar en sexo, en placer, en el misterio del atractivo de la Presley? 
Sospecho que el hombre se ha podido sentir intimidado por algo que despierta un deseo incontrolable, pero que resulta casi imposible de ver o visualizar. Una especie de fantasma que                                                        arrebata el control de uno mismo durante unos minutos. Sí, debe de acoñonar bastante. 
Empecé  a valorar la posibilidad de que mi madre tuviera razón pronto. En el momento en que me empezaron a sobar desconocidos en el bus cuando iba o volvía del colegio, con mi pichi gris, mis calcetines blancos hasta la pantorrilla y mi carpeta forrada con fotos de actores de series adolescentes apretada contra los pechos cónicos que me estaban naciendo dolorosamente por delante del corazón. Tetas como coraza acolchada. Incluso los más viejos me empezaron a decir cosas asquerosas por la calle. Me hicieron consciente del poder de mi coño antes de haber usado la boca para besar. Sabía que deseaban pellizcarme el culo, hacerme unas bragas de saliva (este gran “piropo” me marcó mucho en su momento). Me hicieron sentir entre asqueada y peligrosa. Yo era como la espuela que volvía loco al potro. Con coletas y uniforme de colegio, pero espuela. También empecé a sentirme en riesgo solo por existir.
A mí no me han violado y no sé cómo reaccionaría, aunque sí sé lo que nos hemos dicho a veces entre amigas, que si nos pasara algo así ni pestañearíamos, que la resistencia provoca, que puede llevar a mayor sufrimiento, que si te quedas en modo muñeca sexual hiperrealista (que las hay), la pesadilla puede durar menos. Pero resulta que estos días estamos viendo que si haces eso un juez sospechará de ti, pensará que eres una mentirosa, loca, resentida e histérica. O sea, si lo entiendo bien, si te violan, ya puestos, mejor que te partan el labio y sufras un par de desgarros para reforzar tu verdad. 
A mí no me han violado nunca, pero me he cruzado con exhibicionistas en una calle de madrugada, se han masturbado a mi lado pidiéndome un beso en medio de un local nocturno (local con licencia solo para servir copas). Me siguió un chico de veintitantos años día tras día durante un tiempo largo cuando tenía doce años y no me atreví a decir en casa lo que me pasaba; me lo encontraba a diario en la parada del autobús que me llevaba al colegio. Hacía muy poco que me dejaban ir sola y sabía que si lo contaba mi madre volvería a acompañarme; no quería eso, y tampoco sabía por qué me seguía ese tipo con pinta rara. No tenía clara la amenaza. Al final, una mujer del barrio se lo contó a mis padres y mi tío estuvo días buscando al tipo y menos mal que no lo encontró. Se lo tragó la tierra. Una noche, un taxista me dijo, mientras buscaba el dinero en el monedero para pagarle la carrera, que si me llevaba al final de la calle sin salida en la que vivía nadie se enteraría de lo que me hacía. Se han pegado a mí en el metro de tal manera que llegaba a preguntarme si se habían untado con superglue antes de salir de casa. Me han pedido la hora por la calle y al responder “las cuatro y cuarto” me he percatado de que el tipo tenía la polla fuera y se la estaba masajeando. Me han besado en una discoteca sin mediar palabra, me han tocado las tetas sin mediar palabra en una discoteca, me han insultado cuando he pedido que me dejaran en paz también en una discoteca. He escuchado piropos que podrían ser recogidos en un libro titulado La náusea, me he bajado de un taxi (de otros diferentes al mencionado arriba) antes de mi destino por no poder soportar más la mirada del conductor o sus comentarios, he cruzado de acera por si acaso, he mirado hacia atrás para salir de dudas. También he acelerado el paso al sentir que algo no iba bien, y una vez no lo fue y un hombre me alcanzó y tapó la boca y me metió la mano por todos sitios y me soltó de manera repentina gracias a alguna presencia que me ahorró algo más grave. Ese día volvía a casa del instituto y tampoco dije nada a nadie. Sí más tarde, a alguna amiga, pero no a mis padres, no querían que se preocuparan más cuando salía por ahí a divertirme. Recibí llamadas de un acosador anónimo cuando aún no existían los móviles y descolgaba el teléfono fijo mi madre. Duraron casi un año. He tenido que repetir el no en más de una ocasión.
Releo lo anterior y me apeno porque aún hay más cosas, pero no caben en un párrafo y muchas ni las conté porque era tan habituales, tan normales. ¿De verdad son normales? Me apeno porque tengo una hija de cuatro años que en poco tiempo empezará a vivir este tipo de situaciones. Quiero creer que para entonces ya no pasarán estas cosas, pero no puedo creerlo. A la chica que se cruzó con la manada sí la creo, pero me cuesta más dar por hecho que la sociedad, los medios, la publicidad, el cine, los libros de texto, los padres, los jueces, los hombres... van a dejar de enseñarnos que tenemos la culpa de lo que nos pasa. ¿Por qué vas sola por la calle? ¿Por qué ibais sólo dos chicas? ¿Por qué le sonreíste si no pensabas follar con él? (También le sonrío a mi vecina de al lado y no creo que por eso piense que quiero acostarme con ella). 
Mi madre siempre me decía que los tíos no entienden nada, que no puedes darles coba porque entonces ya se creen con derecho a meterte la mano o lo que les apetezca donde deseen. Yo pienso que exageraba, que este era otro de sus muchos miedos. Pero ¿y si no, y si algo de razón tenía?
Yo no quiero tener que decirle lo mismo a mi hija. No quiero enseñarle que ser objeto de este tipo de violencia es normal. No quiero ser una madre que enseñe a tener miedo.










martes, 10 de octubre de 2017

La mujer incompleta. Dientes

He soñado que me quedaba sin dientes, sin ninguno. Pero no los perdía a causa de una piorrea repentina, onírica e indolora, no. He soñado que tenía que acudir a un dentista por alguna molestia y que el odontólogo en cuestión me recomendaba un tratamiento de choque porque lo que me pasaba no se podía arreglar con medidas tibias. Era muy serio, el de la bata, y tenía ese aspecto respetable que otorgamos en nuestra sociedad a los hombres con profesiones liberales y responsabilidad. Era uno de esos hombres a los que les han hecho ver desde pequeños que sí que pueden mandar, que sí que pueden llegar lejos y que sus decisiones no serán cuestionadas. Y yo, hija pobre del patriarcado, no le he cuestionado, claro. Así que en sueños también he sido obediente y he abierto la boca y me he dejado hacer. Me ha arrancado todas mis piezas, una a una. Al principio, el dentista se parecía un poco a Richard Gere, aunque después de coger un tipo de alicates ha cambiado de raza. De golpe tenía el pelo negro alborotado separado en dos mitades, parecidas a matas de tomillo reseco, y un bigotito sobre el labio superior. Cuando me ha pedido que abriera más la boca he caído en la cuenta de que era exactamente igual al protagonista de la película coreana "Old boy". 
No era delicado, casi podría decir que la objetividad y la profesionalidad del principio habían dado paso a una especie de resentimiento amargo y poderoso que le llevaban a actuar con una gran eficacia y rapidez. No sentía demasiado dolor, aunque era consciente de cada una de las extracciones. De las treinta y dos. 
Cuando mi dentista coreano ha acabado, exhausto más por la excitación del proceso que por el esfuerzo físico, me he mirado al espejo y he sonreído con mis encías ensangrentadas. He sentido una mezcla de repugnancia y fascinación. Más o menos lo mismo que sentí cuando vi aquella película. Me he pasado el dedo por la superficie irregular y dañada y he notado lo mismo que siento cuando toco la carne de cerdo pegada al hueso que uso para cocinar el arroz rico y barato que me enseñó a cocinar mi abuela. Acolchada y muerta. He cogido un trozo de papel de lavabo y me he limpiado el dedo índice de la sangre rosada que me salía de los huecos aún abiertos. Le he dado las gracias al dentista, que, a su vez, se limpiaba varios salpicones de sangre algo más oscura de la ojera derecha, y me he ido tan contenta a pagar la factura. En realidad me habían ofrecido un cómodo pago en veinticuatro mensualidades que mi banco había tenido a bien aceptar.
En el sueño, seguía haciendo mi vida normal (todo lo normal que puede llegar a ser mi vida) a la vez que me iba acostumbrando a no tener dientes. Me daba un poco de rabia no poder comerme el bocadillo de fuet de los jueves, pero sabía que era un mal menor y que había ganado en tranquilidad después de la radical intervención de mi dentista coreano. Ya no tenía que preocuparme por la molestia que me llevó a su consulta, había conseguido arrancar de raíz mi problema. O quizá lo habían arrancado por mí, aunque tampoco importaba demasiado. 

Al final, mis encías se endurecían y podía volver a comer bocadillos de fuet. 

jueves, 10 de agosto de 2017

Diario de la niña de fuego. Perros callejeros

Salí del incendio para ir a parar un lugar ardiente. Un lugar en el que quema el suelo y el aire, en el que la gente parece hecha del mismo material que los papeles de lija. 
Cuando viajo en coche y tengo por delante de mí su nuca y una línea de asfalto caliente que puede llevarme al sitio que busco o a otro, dependiendo de la salida que coja, de si se equivoca o no en la rotonda, me inquieto. Sólo sé hacer dos cosas cuando voy en coche: dormir o mirar por la ventana. A veces también leo, pero me mareo y tengo que dejar el libro y pegarme con todas mis fuerzas al respaldo del asiento para procurar que mi cuerpo se mueva lo menos posible. Y mirar al frente, tengo que mirar al frente y ver su nuca y un trozo de cielo y la marca blanquecina que dejan los bichos que se estrellan contra el parabrisas según avanzamos. 
No siento nada por esos desafortunados insectos que desaparecen tras el impacto. Son manchas que molestan, poco más. 
Me fascinan algunas de las vistas que quedan a los márgenes del coche. Esos parques infantiles con animales monstruosos de los que nacen toboganes. Recuerdo uno en el que de la boca de un gorila enorme, un King Kong de plástico descolorido, sale no una lengua roja, sino una plataforma inclinada por la que los críos podrían deslizarse. Pero nunca he visto a ningún niño ahí. Está abandonado. Vacío. 
También parecen vacíos algunos de los pueblos que cruzamos. Casas bajas, feas y polvorientas a izquierda y derecha. Una vereda delimitada por matojos resecos separa el arcén de la carretera del paso de los vecinos. Pero no se ven vecinos. Sólo algún empleado de gasolinera y perros abandonados. Las carreteras secundarias están llenas de perros abandonados, siempre cerca de esos pueblos en los que parece no vivir nadie. Esos perros podrían ser las almas en pena de las leyendas; están esqueléticos, desorientados y asustan a los conductores. 
Nunca he podido entender a las personas que abandonan a los animales que una vez fueron su familia. Eso es lo que son las mascotas: parte de la familia, un miembro más. Los que hemos convivido con animales lo sabemos. No sé que parte del corazón deja de funcionar cuando abandonas a un perro, pero estoy segura de que un trozo se convierte en una piedra. 
Ayer el camino nos llevó un buen rato por una de esas carreteras secundarias. Íbamos al límite de velocidad que marcaban las señales, aunque las irregularidades del asfaltado tampoco permiten correr mucho más. Íbamos atentos. Mira, pobre animal, comenté cuando vimos a un labrador negro famélico en un descampado. Cuidado, dije, cuando vimos a un perrito color whisky caminar bastante rápido a nuestra derecha. Él aminoró la velocidad, pero no dio tiempo de más cuando el animal creyó que estaba a tiempo de cruzar la dichosa carretera de mierda. Corrió y se metió bajo las ruedas de nuestro coche. Frenazo. Me pareció que subíamos y bajábamos uno de esos badenes que se ponen para que los coches no se embalen en ciertas rectas muy largas. Yo estaba sentada detrás, junto a Noa, le miré a través del espejo retrovisor. Los dos mudos. En sus ojos había tristeza y horror. El coche que nos seguía también pasó por encima del cuerpo inmóvil del perro. Tenía los ojos negros, la cara de desespero y la cola rizada. Eso es lo que me dio tiempo de ver. Y lo que he visto toda la noche cada vez que cerraba los ojos. ¿Le matamos nosotros? ¿Le remató el conductor que venía detrás? Deseé que hubiera muerto del golpe primer golpe, en un instante, sin tiempo a mayor sufrimiento. Deseé que fuéramos nosotros los matadores. Todos los coches seguimos nuestro camino. Si Él hubiera frenado del todo habríamos sufrido un accidente. El coche que nos seguía, en vez de pasar por encima de un cadáver de perro abandonado, se habría estrellado contra nuestro coche, contra Noa, contra mí, contra Él. No hubo ni tiempo de reacción ni posibilidad de la misma. Seguimos mudos todo el camino hasta llegar a la casa que nos aloja durante estos días en el sur ardiente. Sólo Noa pronunciaba palabras algo nerviosas: ¿Qué ha pasado? ¿Por qué te tapas la boca, mami? A ver, enséñame la cara. Le mentí rápido, sin ganas. Le hablé de un frenazo del coche rojo que nos precedía y del susto. Le expliqué que callábamos porque nos habíamos asustado. Ella iba repitiendo mi cuento y se calmaba. Pero cuando ya había vuelto el silencio al interior del coche, de repente dijo, ¿no ha sido el perrito? 
Hoy entiendo aún menos a los que abandonan a su perro en medio de la nada, o cerca de pueblos en los que un perro callejero no tiene la lástima de nadie porque la gente está hecha del mismo material que el papel de lija. Hoy me siento culpable y triste por obra de aquellos a los que un perro aplastado contra el asfalto no significa más que una de esas manchas blanquecinas que ensucia el parabrisas del coche cuando circulas por una de esas carreteras que atraviesan el vacío.

viernes, 28 de julio de 2017

Diario de la niña de fuego. El hombre menguante



Un hombre solo de más de sesenta años pide limosna sentado en una silla de ruedas con un brazo extendido y un vaso de plástico en la mano. Casi siempre guarda silencio, pero hay días en los que parece poseído por el espíritu de la amabilidad y saluda con un «hola, hola, hola» repetido durante minutos, como un mantra monótono. Un hola para cada persona que pasa por delante de él en el transbordo de tren a metro en la estación de La Sagrera de la línea 5. Saluda con voz fuerte y clara para quitarles a los viajeros la excusa de no oírle con el ruido ambiente. Todos los que pasamos por ese andén le oímos a la perfección cuando decide que debemos saber que está ahí. Y casi todos miramos hacia el fondo del túnel como si nuestras respuestas estuvieran por encima de su hombro.
Hace menos de una semana, al bajar por la escalera mecánica que me lleva ante él a diario, me fijé en que había perdido un trozo del pie izquierdo, la parte de los dedos. Lo que le quedaba de pie estaba cubierto por un calcetín de un azul desvaído. Todo lo demás seguía igual: pelo gris grasiento arado con las púas del peine con el que se lo apartaba de la frente, camisa de cuadros abierta sobre una camiseta de algodón que una vez fue blanca, ojos pequeños que van rápidos de un viajero a otro, la silla de ruedas, el vaso de plástico. Ese día sólo ofrecía su estampa lastimosa, estaba mudo. Leí una vez en un libro que empezamos a morirnos por los pies y ese mendigo sin duda había empezado a hacerlo. Quizá era diabético además de pobre y una rozadura provocada por esos zapatos negros que le bailaban porque no eran de su número, y que posiblemente había heredado de alguien que los llevó a la parroquia del barrio, se le ha convertido en una llaga irreversible, en el primer paso hacia la nada. Cuando pasé a su lado giró la cabeza y me saludó. A continuación, volvió a fijar la vista en el final de esa escalera mecánica que le iba ofreciendo autómatas apresurados a los que conmover y siguió callado. Miré a izquierda y derecha pensando que descubriría a la mujer rumana que había visto en un par de ocasiones acompañándolo al ascensor de la estación y llevándolo hasta ese cruce de líneas del metro. No había rastro de ella. Me había saludado a mí. De entre toda la gente que iba y venía y pasaba por su lado me había mirado directamente a mí. No fue uno de esos “hola” lanzados al vacío. Me hizo sentir incómoda porque con su saludo me obligó a tomar una decisión, yo que intento pasar los días sin decidir nada. Su hola me obligó a decidir si darle o no una limosna, si devolverle el saludo o no, me obligó a escoger entre considerar su existencia e ignorarla. Escogí ignorarla. Me sentí fatal. Al fin y al cabo era un hombre. Y no hacía tanto había sido un joven que guardaba sueños en una mochila que perdió o que alguien robó. Un joven alto y completo que probablemente no estaba ligado a esa silla. Ahora era un hombre al que nadie quería mirar. Su visión provocaba incomodidad y repelús. Me convertía en una ciudadana afortunada del primer mundo y, casi al instante, en una miserable esclava egoísta y materialista. Una miserable que prefiere no ver de cerca miembros amputados ni desgracias ajenas, que siente compasión por los refugiados sirios, ama el humus, y quisiera ayudar, pero cómo, o que ayuda con unos euros mensuales a alguna ONG que gestiona por mi esa necesidad de ser humana. Pero ese mendigo desgraciado molesta. No debería estar ahí. Yo también tengo problemas y me cuesta llegar a fin de mes. No me pidas dinero. No te pienso dar un duro. Seguro que te bebes todas las limosnas. 
Cuando me metí en el vagón del tren me dio la sensación de que las puertas nunca habían tardado tanto en cerrarse.
Llegué a mi cita cinco minutos tarde. No me gusta esperar. Él ya estaba sentado y escribía algo en su móvil. Le saludé, me salió un “hola” agrio que intenté suavizar con una sonrisa. Se levantó y me dio dos besos. Nos sentamos y los dos pronunciamos un “¡cuánto tiempo!” casi al mismo tiempo. Fue lo mismo que decir “¡pero qué demonios hago aquí!”, o un “y tú, ¿quién eres?”. Tenía unas cuantas canas más, pero sus labios eran los mismos de siempre y se alargaban del mismo modo que cuando sonreía después de besarme y me dejaba ver sus colmillos sin filo. Maldito Facebook. Hablamos de trabajo, le conté que había decidido hacer un experimento Philadelphia conmigo misma y que había logrado hacerme desaparecer de un sitio para aparecer como por arte de magia en otro lugar. Se interesó por ese otro mundo que habitaba desde hacía poco, pero no le conté mucho. Quería oír su voz. Había accedido a verle para escucharle; sin embargo, no me interesaba nada de lo que me fuera a decir. Sabía que nos ceñiríamos a los lugares comunes y al recuerdo de rutinas compartidas. Sabía que evitaríamos mencionar que la última vez que nos vimos acabamos buscando un hotel por horas en el que desahogarnos para poder por fin hablar con tranquilidad. A mí siempre me ha gustado mucho hablar, pero el deseo me deja muda. Nos metimos el uno dentro del otro, le repasé los labios con un dedo, me gustaban tanto. Al acabar yo quería decirle muchas cosas, pero a él le sucede justo lo contrario que a mí, cuando satisface su deseo se queda pensativo, solo, y quiere irse lejos. Nos despedimos y luego dejamos correr el tiempo. Hasta esa tarde.
El cortado se me quedó helado. Y las cosas que tienen que tomarse calientes cuando se enfrían me dan asco. No pude bebérmelo. Él también se quedó frío. Tampoco pude decirle que dejara de mirarme como un niño que abre un regalo y descubre que no es lo que esperaba. Era la primera vez que estaba con él y quería irme. Sus ojos me entristecían. Me habló de sus hijas mientras me miraba con esa expresión de decepción. Yo ya no era aquella niña. Era la primera vez que él se daba cuenta. Tenía ojeras y expresión cansada, además de la misma necesidad de agradar y la misma risita nerviosa que debía de resultarle ahora ridícula. La inocencia, los nervios y la ilusión resultan casi vergonzosos en una mujer de cuarenta años. “Bueno, estamos en contacto”. Dos besos más. Adiós.
Su mirada me dolió, me hizo consciente del final de una etapa que no creía cerrada. No de una historia. Nuestra historia nunca estuvo abierta, siempre sucedió detrás de un muro de contención. Lo que se había acabado era mi juventud. Me puse mala. Estuve una semana con fiebre y ataques de asma que me dejaban sin dormir. Cuando me recuperé retomé mi rutina y volví al nuevo trabajo. Ese día vi al mendigo desde el inicio de la escalera. Estaba en uno de sus días silenciosos. Tenía el pie enfermo envuelto con una bolsa de plástico de supermercado que se fijaba a la espinilla con una goma elástica. Primero me llamó la atención la bolsa, luego me fijé en el otro pie. Lo tenía vendado. Había perdido también los dedos. Era un hombre menguante. Estaba desapareciendo. Los dos estábamos desapareciendo.



jueves, 6 de julio de 2017

Diario de la niña de fuego. Vistas

Me gusta mirar por la ventana cuando estoy sola. 

Antes vivía en un primero y me sentía por encima de aquellos que pisaban la acera y comentaban el precio de los tomates, el sabor de los tomates, la antinatural perfección de los tomates. Vivía en un primer piso que estaba sobre una frutería. Siempre tenía manzanas rojas en el frutero de la cocina y verduras frescas en la nevera; y estaba bien, aunque por las tardes de los días calurosos tuviera que sufrir el olor agrio de las piezas pasadas. Los tomates sin mácula y simétricos también se pudren y hieden.
Hoy vivo en una planta baja y cualquiera está por encima de mí. Sobre todo la familia perfecta con gemelos idénticos e idénticas sonrisas falsas de cortesía que vive encima. Al menos tienen la decencia de no recordármelo asomándose a la ventana que da a mi patio y mirándome desde la altura de su primer piso. Supongo que me parecen perfectos porque los muros de la casa, más gruesos de lo habitual en una barrio construido con prisas y materiales de segunda en los años cincuenta del siglo pasado, no dejan pasar los ruidos domésticos: el entrechocar de los platos y cubiertos sucios de la cena, el chorro de orín del enorme marido contra la taza del váter por la mañana, el eco de algún programa de la tele antes de acostarse, ni siquiera los gritos.
Cuando me asomo a mi ventana veo el suelo del patio que cubrí con césped artificial para atenuar la sensación de ausencia de horizonte, de distancia. Para crear la ilusión de un pulmón sin humo delante del muro de un edificio en el que anidan las palomas y que sirve de tope a mi mirada. En el patio sí que escucho algún sonido de los vecinos, sobre todo el ruido blanco del centrifugado de su lavadora. Deben de ensuciar mucho la ropa porque casi siempre que salgo a leer lo oigo. Intentó concentrarme, pero ese sonido me adormece y tengo que volver a entrar en casa si no quiero desplomarme sobre el libro.

Incluso la vieja que vive en el primer piso del edificio de enfrente tiene vistas. Ya no le queda tiempo, así que se distrae de la idea observando las vidas ajenas desde detrás de sus visillos beige. Creo que tiene al máximo el volumen de su audífono porque, cada vez que abro la puerta de casa, la veo en su ventana, disimulando.
La puerta de mi casa es antigua, más vieja que la anciana y casi igual de indiscreta. Comparten la desvergüenza propia de la vejez. Ya qué más da, deben de pensar las dos con ese cerebro de madera, todo vetas, grietas, y círculos concéntricos que dan vueltas alrededor del primer momento. La puerta cruje y chirría cada vez que la abro, como los huesos de la vieja, como su espalda harta de aguantar el peso de una vida a la que sólo le falta acabarse. Quizá por eso se conforma con la panorámica que le ofrece su ventana de un bloque de viviendas situado en una calle de cuatro metros de ancho y con sus vestidos rectos de flores en tonos pastel para ir a misa.
En el edificio nido, en el último piso, vive otra mujer mayor que también necesita mirar por la ventana para saber que la vida sigue. Se ha empeñado en que mato de hambre a mi gato. Me grita desde las alturas. Me increpa, me advierte de que va a llamar a la protectora. Tiene el pelo blanco, largo y desgreñado, y todas las veces que se ha asomado llevaba puesto un camisón azul cielo. Miro a mi gato sobrealimentado y adicto a esas latas para mascotas de comida blanda y gelatinosa y siento lástima por ella. Está sola, parece una Rapunzel olvidada en su ático.

Me he comprado unos cromos de picar con apariencia de antiguos. No son viejos, pero lo parecen. Creo que eso mismo le pasa a mucha gente, sobre todo a las mujeres, a aquellas que paren y convierten a su vástago en su única ventana y todas sus vistas. Esas mujeres, que pierden incluso su nombre, se darán cuenta tarde de que han escogido un horizonte que cada día se alejará más de ellas. Y qué vacío como de pozo seco sentirán cuando se vean solas en su torre sin ventanas. Tal vez sea entonces cuando empiecen a gritar a los vecinos.
Desde que me mudé a la planta baja me proporciono vistas asomándome a las ventanas de las redes sociales. La vida de otros, las sonrisas a cámara, los paisajes ajenos, los abrazos. También los planes que avanzan. Los propósitos cumplidos, las letras que no son mías, las cubiertas de libros que no leeré pero que envidio. No soy capaz. ¿Cómo lo hacen los demás? ¿Levantan la mano para pedir ayuda? ¿No la necesitan? A mí se me están borrando las manos, tengo tres canas nuevas y el mismo deseo viejo que se ha corrompido en el pecho. Me siento como la vieja loca, atrapada y con el único desahogo de aullar palabras apestosas como tomates podridos.

jueves, 6 de abril de 2017

La mujer incompleta. Hombros

Hombros

23.28 h. Tengo los hombros helados. Me empeño en dormir en camiseta de tirantes y bragas a pesar de que paso frío. Es una manera de recordarme que antes no me hacía falta la ropa porque su cuerpo calentaba como un brasero las sábanas. Antes de ser madre mis hombros pinchaban. Sobresalía un hueso que formaba un vértice en el extremo más exterior que me daba aspecto de mujer desabrida. Nunca nadie me pasaba el brazo alrededor. Mis huesos disuadían. Mis huesos amenazaban. Me di cuenta y durante unos años me empeñé en mostrarlos a toda costa porque me iba bien mantener esa distancia con los demás. Pero incluso para torturarme soy perezosa y acabé aburriéndome de encerrarme en el baño para vomitar los cuatro guisantes que había ingerido en la cena. No logro insistir en nada más allá de los primeros quince días de un mes. En cuanto me empieza el síndrome premenstrual tiro todas las toallas que puedo, incluso las que me llevo de los hoteles, y mira que esas son gratis y blancas, las únicas blancas que tengo porque tampoco soy capaz de insistir en los lavados de la ropa; si una mancha es persistente me acostumbro a llevarla y si una toalla se empeña en amarillear la guardo en el montón del fondo del armario hasta el día dieciséis o diecisiete del siguiente mes. En mi época verde (si Picasso tuvo una azul, puedo decir que yo tuve una verde; todo lo que ingería era de ese color, al igual que todo lo que salía de mí) no tenía a nadie que me quitara esas ideas de la cabeza a fuerza de tocarme, mis padres habían empezado a poner distancia física hacia tiempo, desde el momento en el que mi cuerpo y el de mi hermana, nos llevamos poco, empezaron a cambiar. Pasamos de ver a mi padre en pelotas por casa y de jugar a escuchar los susurros que oíamos si pegábamos la oreja a la puerta de la habitación de matrimonio cuando se encerraba con mi madre a echar la siesta de los sábados, a sospechar que nuestro cuerpo estaba imantado de tal manera que todos los que se acercaban a nosotras lo hacían por el mismo polo magnético que el nuestro y los repelíamos.
Tengo muchas toallas más o menos blancas de hotel. Cada vez que quedo con el señor minúsculas en uno me llevo una de recuerdo. Empecé con las pequeñitas, las de bidé, pero también me he llevado alguna de ducha. El tamaño de la toalla suele ser proporcional al malestar que me genera la cita.
No me puedo dormir. Escucho la voz histérica de unos contertulios que discuten sobre fútbol en la televisión. Son los mismos que mañana discutirán sobre el empleo de armas químicas en los conflictos bélicos. No entiendo ni una palabra, todo es irritación. La irritación no necesita palabras, solo vibraciones. Escucho también tus ronquidos. Imagino tus labios separados y esa garganta de fumador estirada en una contorsión incómoda. Mañana tendrás tortícolis, pero no pienso levantarme para invitarte a la cama. Prefiero que haya una barrera de tochos entre tus sueños y los míos. Me doy la vuelta y tiro de la sábana que se me ha enredado en el cuerpo. Tú almohada viscoelástica se mueve y me fijo en una mancha redondeada de babas. Reconozco el hoyo con la forma de tu cabeza en la almohada.

24.13 h. Como no me puedo dormir busco la palabra viscoelástico en internet. La wikipedia dice:

"El material viscoelástico fue desarrollado por la NASA con unas propiedades completamente innovadoras y con la intención de aliviar la presión que los tejidos podían llegar a producir en el cuerpo de los astronautas durante el despegue de la nave espacial. Este tipo de material sintético nació como resultado directo del programa espacial en los años 60, aunque fue a principios de los 90 cuando los investigadores lograron incorporarlo al uso doméstico."

También dice: "las prestaciones que ofrece son actualmente las más recomendadas para un descanso saludable: firmeza media combinada con adaptabilidad. Sin embargo, hay que saber diferenciar entre los distintos tipos de viscoelástico. (....). Otro aspecto a tomar en cuenta es la calidad de las espumas que se usan. No es lo mismo una espuma denominada sólo como viscoelástica que una que garantiza ser HR o High resilience, alta capacidad de recuperación, en castellano. Esto significa que la espuma ha sido sometida a una prueba de fatiga dinámica, en la que se estresa el material para garantizar su resistencia."

Pienso que estamos hechos de este material y que nuestra relación es viscoelástica, pero nosotros somos más de Ikea que de la NASA y eso no puede significar nada bueno en cuanto a la capacidad de recuperación de la espuma que nos recubre tras todos estos años de desgaste.

Mis padres siguen manteniendo una única almohada larga como una serpiente; eso sí, cada uno tiene su lado y mi madre no se confunde nunca porque hizo unas pequeñas marcas con un rotulador indeleble. Me dijo que lo hizo porque le da asco el lado que ocupa la cabeza de mi padre. Mi madre afirma que por mucho se laven las almohadas siempre queda un rastro de babas dentro. Mi madre es muy escrupulosa y cuando viaja siempre se lleva su almohada en el equipaje. No viaja mucho.
A mí me da igual. Aún recuerdo aquella vez que descubrimos unas manchas del color del hierro oxidado que toma la sangre cuando se seca en las sábanas de la cama de un hotel de mala muerte en nuestro único viaje a oriente. Primero nos indignamos, yo quería montar una tragedia griega en recepción, tú intentabas hacerme entrar en razón recordándome que nadie hablaba nuestro idioma en ese lugar y que en nuestro currículum vitae ponía que nuestro inglés era nivel medio y que con ese nivel no se puede discutir porque la esfera emocional la teníamos en castellano y, además, eran las tantas de la madrugada, así que acabamos apartando un poco las telas y como no nos dormíamos hicimos el amor.
Esta noche aún percibo el aroma del suavizante en mis sábanas. Tú no estás, pero al menos mi soledad huele a limpio.

00.32 h. No puedo dormir. Miro la hora en la pantalla del móvil. En cinco horas sonará la alarma. Tengo que comprarme un despertador de pilas. Leí un artículo en un suplemento dominical sobre lo malo que es tener el móvil en la mesita de noche y el wi-fi encendido toda la noche. Lo leí hace tiempo, pero sigo mirando Facebook antes de dormir. Me levanto y voy al comedor. Apago el router y el aparato de aire caliente, bajo el volumen de la tele y me fijo en lo grande que se le ve la nuez en esa postura y vuelvo a la cama.

00.45 h. Dos vueltas a la izquierda, una a la derecha, si fuera una caja fuerte ya me habría abierto. Una rodilla a la altura del pecho, una pierna estirada, un pie fuera de las sábanas, frío.

"¿Qué día llegas?" (símbolo de visto gris).

lunes, 27 de marzo de 2017

Diario de la niña de fuego. Tierra en las rodillas

27 de marzo de 2017, 22.09 h. Estoy tan cansada que dejaría que se pararan todos los relojes. Estoy tan desengañada que volvería atrás sólo para asegurarme de que nadie me abriera los ojos. Estoy tan gastada que sé que se me rasgaría la piel con cualquier otro relleno que le quisiera meter. He probado ser niña y mujer y amante y madre, pero no he logrado ser nada. Y no sé hacer dos cosas a la vez. Es mentira eso que dicen de las mujeres, me refiero a eso de que pueden hacer dos cosas a la vez. No, no pueden, sólo que están obligadas a hacerlo. A los hombres se les disculpa, e incluso se hace broma con esa misma incapacidad. No pueden, pobrecitos, cambiar el canal de la tele y planchar una camisa. Es imposible que preparen una merienda que no venga envasada mientras contestan tres emails urgentes de trabajo. Pero no pasa nada. Ya lo sabemos, todos, ellos y nosotras. Yo sí que lo hago, preparo un bocadillo de pavo bajo en sal mientras paso las páginas de un libro que acabarán manchadas. El bocadillo me queda aceitoso, igual que la huella redonda y translúcida que está borrando la explicación sobre las oraciones impersonales. Más tarde me costará saber qué contarle a las otras mujeres del parque. Ellas parece que sí saben, parece que pueden; sin embargo, a mí se me nota tanto que yo no, que no soy como las demás madres que ofrecen, amorosas, panecillos de Viena rellenos con jamón del bueno a esos hijos que juegan como siempre imaginé que jugaban los niños en un poblado de indios navajos. Mechas y sonrisas brillantes. A mí me brilla sólo la frente porque tengo la zona T bastante grasa. Y mi hija no juega como las demás niñas que suben y bajan y corren y ríen. Ella sube y desde la cima de ese tobogán que o está muy frío o quema la piel mira a los demás. Se pasa el rato sola, mirando desde esa atalaya. Yo le grito, le pido que baje, que deje a los otros niños tirarse por la pendiente, pero no lo hago porque sea una madre ejemplar interviniendo para asegurar el cívico funcionamiento de los juegos infantiles, entre otras cosas porque pienso que deberían ser salvajes y estar libres de la presencia de los adultos. Yo lo hago porque temo que la altura le ayude a revelar lo que desde el suelo no se ve: que ella tampoco podrá hacer dos cosas a la vez. Creo que ya ha empezado a intuirlo. 
Los hombres son fuertes y tienen venas que les surcan los brazos como raíces y que nos recuerdan que la sangre les viaja por dentro con furia. Venas que se inflaman cuando comprenden que a las mujeres también nos laten los pulsos y los dos corazones. Los hombres son fuertes y pueden cogerte en volandas, o arrastrarte del cuello hasta que fallezcas tras caerte por una escalera y los medios lo cuenten como si se te hubiera complicado una gripe. Siempre miro los brazos de los obreros, fibrados a base de trabajo. Me excita el misterio de esa fuerza, me fascinan como esas hormigas que miraba de niña mientras cargaban en sus mandíbulas el peso de un mundo. Nosotras no podemos, nuestros brazos son lisos, suaves, porque sólo tienen que mecer la vida.

9 de marzo de 2017. El día después de proclamar la necesidad de igualdad. Ya la conocíamos, pero queda bien mostrar esa voluntad políticamente correcta mientras los chavales de catorce años hacen mofa en los colegios de la efeméride y relacionan el trabajo femenino con el trabajo sexual y chicas de la misma edad se refieren a su pelo como a lo más sagrado que poseen mientras ponen morritos a la cámara de su móvil para conseguir esa foto perfecta en la que se vean casi iguales que esos ídolos televisivos o de YouTube que no deben de tener el título de la ESO pero que ganan una pasta por hablar sobre chorradas o por desvelar cómo se ligan a no sé cuántos tíos. 
Amor cortés. Trovadores y damas orgullosas y desdeñosas. Literatura medieval y feminismo. ¿Oxímoron? Puede, pero resulta que hasta esa posibilidad de despreciar al hombre que lisonjea y pretende llevarte al huerto era más moderna que esta moda de suspirar por cualquier adicto a las pesas y a Instagram. Esa capacidad para negar, para el no que es respetado y no será combatido sino con palabras está mucho más cercana a la feminidad que a la masculinidad, imperiosa a esa edad en la que no se puede nada contra las hormonas.
Mi desafortunado Guillem de Cabestany, mi Conde Olinos, mi Celestina frente a estos chicos que alaban el reaggeton y creen que la máxima expresión de un sentimiento amoroso es un perreo en toda regla o una ristra de emoticonos agramaticales que colorean las pantallas de ese móvil con conexión a toda la desinformación del mundo que los padres regalan en Navidad, porque aunque ya no creen en la magia y contestan con insultos a las prohibiciones siguen ronroneando ante la posibilidad de recibir algo a cambio de nada. Mis códigos de honor medievales en un mundo en el que hasta la empollona repeinada de la clase lleva una camiseta con el eslogan de un anuncio de la tele que ha triunfado tanto por la cancioncilla pegadiza como por la bailarina joven y guapa que se marca un twerking que hace dudar de la incapacidad para rotar de las vértebras lumbares de una mujer. Padres que ríen con la capacidad de una niña de tres años de cantar esa dichosa cancioncilla mientras la cría mueve la cintura con esa arritmia infantil tan entrañable. "Pero canta más alto, cariño, que no te oyen estos señores". 
Purpurina, unicornios voladores con melenas que trenzar, personajes de Disney disfrazados de mujeres independientes que acaban felices al encontrar al maromo musculoso que las levanta del suelo con su fornido brazo; eso sí, porque ellas quieren ser levantadas. 
Pienso todo esto mientras vigilo a los chavales de catorce años que contestan un examen de lengua tipo test porque no están acostumbrados a escribir ni a razonar sus respuestas, y si les obligas es asumiendo una debacle académica que, como sustituta, no ves como algo deseable. Intento comprender el susurro casi inaudible de una de las alumnas que tiene un tipo de autismo y que escribe con letras mayúsculas, todas equidistantes entre sí, relatos más complejos que los de otros compañeros sin ningún tipo de diagnóstico. "Sí, claro, coge solo los pequeños y no hagas ruido porque tus compañeros no han acabado aún el examen". Apoyo la cabeza en la pared y miro cómo saca, uno a uno, sus dinosaurios de plástico y cómo empieza la batalla entre un Rex y un Ptelodáctilo que acaba preso de las mandíbulas del mayor depredador del Cretácico. Me gustaría llevarla de la mano a un parque para que se pudiera manchar las rodillas de tierra. Los chicos dejan de escribir para burlarse, las chicas siguen marcando casillas mientras miran de reojo y sonríen. 
Tal vez, al fin y al cabo, las mujeres sí que somos capaces de hacer más de una cosa a la vez. 

miércoles, 15 de marzo de 2017

Diario de la niña de fuego. Hasta ahora, todo está bien

Creía que ya no era capaz de sentir cosas nuevas sin la ayuda de la química. Creía que ya había probado todas las montañas rusas emocionales posibles, estaba convencida de haber disfrutado de los sentimientos más sublimes y de haber disimulado los más mezquinos. Pero me equivocaba. Ayer por la tarde sentí algo inesperado. A las cuatro empezaba el examen de tercero de ESO sobre la oración simple y sobre literatura de la Edad Media para el que llevaba preparando a los chavales durante más de dos meses. Y he intentado ganármelos. He procurado acercarles a la literatura medieval aprovechando escenas de películas, les he relacionado las características de un cantar de gesta con algunas escenas de Braveheart, les he explicado lo que es una bella dama "sans merci" y luego han visto un momento de Juego de Tronos en el que Daenerys ejerce su poder sobre el traidor enamorado (y caballero y culto como un trovador) de Jorah Mormont. Y poco a poco lo he ido consiguiendo. Mi mayor logro, motivar (poco pero algo, cosa que es mucho) dos de los chicos más perdidos de la clase. Son listos, pero han decidido no hacer nada para evitar el golpe. Como en aquella película francesa protagonizada por Vincent Cassel, "El odio", están cayendo desde un piso cincuenta y mientras se acercan al asfalto van pensado "Hasta ahora, todo está bien; hasta ahora, todo está bien", pero no tienen edad suficiente para entender que lo que importa no es la caída sino el aterrizaje. Esos dos chicos habían dado muestras de estar vivos, habían levantado la mano para que les ayudara a entender por qué una escena de teatro popular en la calle de Juego de Tronos valía para su parte del trabajo sobre las maneras de transmisión de la literatura en aquella época. Incluso uno, el que parece dejar su cuerpo en el aula para disimular que en realidad no está ahí, como en las películas de fugas carcelarias en las que un reo que se va a escapar siempre tapa un par de almohadas con unas sábanas para que los carceleros piensen que está durmiendo calentito, me ha hecho cómplice al tomar la iniciativa para contarme que ya hay fecha de estreno de la séptima temporada de esa serie, que le encanta. Y yo me había creído que con eso valía, que ya los había atrapado, que lograría sacar algo de ellos en el examen que no puedo no hacerles.
Pero nada más abrir la puerta del aula les he mirado y he sabido, sin lugar a dudas, que los dos estaban fumados. Sus ojos rojos, su mirada lenta, su cuerpo sin esqueleto. Y ha sido en ese momento, nada más abrir la puerta, cuando me he sorprendido sintiendo una tristeza diferente, más física, como si mi gato me hubiera lamido el corazón. Era decepción. Y no es que no me hubieran decepcionado antes, pero hasta ahora quien me ha decepcionado ha sido alguien igual a mí, o superior en la jerarquía familiar, pero no un joven adolescente ciego que no es capaz de ver que lleva dentro de sí todas las posibilidades. Nunca había sentido ese tipo de tristeza dolorosa. Supongo que ese raspón distinto lo produce la impotencia, ya que no se trata de un fallo propio que enmendar ni de cualquier mal en mi propia piel, sino en la de un casi niño que me había parecido que percibía mis ganas de ayudar. Yo no soy su madre, y no me importa de esa manera que se fumen un porro. Sé que la vida es una repetición constante del esquema del método científico de "ensayo - error". Todos tenemos que practicar y equivocarnos una y otra vez para acertar de tanto en cuando. Pero la torpeza de esos chicos para escoger el momento ha supuesto un desprecio. Y, sin embargo, era tan fácil corresponderme. Con hacerme saber que aceptaban el reto era suficiente. Me he esforzado por hacerles entender la diferencia en lírica y narrativa medieval, pero también entre obligación y responsabilidad. Ayer, a las cuatro de la tarde, supe que había fracasado, al menos de momento.

miércoles, 1 de marzo de 2017

Diario de la niña de fuego. Carnaval, desconocidos, ratones y cucarachas

5.50 h. Noche cerrada. No hay nadie en la calle, salvo el hombre que reparte el pan precocinado a las panaderías, la señora de la limpieza que adecenta la biblioteca pública y de la que hoy solo veo el palo de la fregona atravesado en el dintel de una puerta y el vagabundo joven y alto que se está desayunando con vino blanco de cartón dentro del cajero automático que hoy le han dejado abierto. Vuelve a hacer frío y los del banco, aunque interesado, tienen su corazoncito. Los edificios están a oscuras, salvo por alguna salpicadura de luz aquí y allá. Algún insomne, algún condenado que empieza a empujar su piedra cuesta arriba.
Me siento frente al hombre de pelo cano con el que coincido a diario en el metro. Otro condenado, aunque su condena parece mejor que la mía: buen corte de pelo, deportivas de una de esas marcas que gustan a aquellos que fingen no estar interesados en las marcas, libros de no ficción de tapa dura y esa apariencia tranquila que suele aportar una cuenta corriente ajena a los números rojos. Me gusta ese hombre. Me gusta encontrármelo y sentarme delante. Siempre lo hago. Prefiero el paisaje de su rostro tan parecido al de esos actores argentinos, los Alterio, y que por edad se situaría entre el padre y el hijo, a las miradas polvorientas de los currantes. Libros sobre historia para horas en las que la ficción parece una mala broma. Y revistas dominicales. Las ojea siempre, da igual que estemos ya a miércoles. Quizá sea periodista y revise con cuidado su trabajo o el de otros. O quizá se reserva las pequeñas píldoras edulcoradas de realidad que guardan las páginas de papel estucado para los ratos en los que el ensayo histórico o filosófico se hace demasiado difícil de digerir.
El día de Carnaval me lo crucé por la calle, la primera vez que nuestro encuentro no era subterráneo. Yo iba disfrazada de Olivia Newton John en "Grease", con una peluca rubia y la dignidad enfundada en unos pantalones de plástico negro que me constaron casi ocho euros en un bazar chino. Estuve a punto de saludarle, pero recordé que a pesar de haber cruzado muchas miradas alternas no nos conocemos. Sólo somos dos desconocidos acostumbrados a vernos a diario. Al final su mirada, después de detenerse ese instante de reconocimiento inesperado imposible de evitar, también pasó de largo. Hoy, los dos hemos fingido ser todavía un poco más desconocidos.
Más tarde, en el tren, me he sentado detrás de dos mujeres de más de cuarenta años disfrazadas de Minnie Mouse a las que el rímel corrido les acentuaba el cansancio. Volvían a casa después de una fiesta. Sus orejas negras de ratón, sus bigotes medio borrados y sus falditas de lunares contrastaban con su conversación: mechas, cambios de look, celulitis, ingesta masiva de líquidos, cláusula suelo, agua con limón en ayunas, metabolismo, un vecino deportista, masajes y cartucheras. Cuando han llegado al pan, la leche y ese pecado nocturno llamado queso he empezado a pensar que nos merecemos todos los males que nos depare el destino como género (femenino) y como especie (humana, en general). Si estuviera a su lado, si tuviera que hablar con ellas, si fueran compañeras de algo, sus palabras me convertirían en una figura de cera sonriente y muda. Empiezo a desear que se bajen en la siguiente parada con una fuerza cercana a la agresividad. Me salvan los auriculares y Spotify. Me salvan Silvia Pérez Cruz y Cécile McLorin. Me salvan mujeres con voz de diosas, y las "Paraules d'amor" de Serrat y el Alba de Aute que coincide con el cielo rosa que veo a través de la ventanilla del vagón. Sin embargo, al final la botella de Chavela Vargas me recuerda que en realidad no te salva ni dios.
Las ratonas y yo nos hemos bajado en la misma estación. Han salido primero ellas. Bostezaban y se tambaleaban un poco. Al poner el pie en el andén casi piso una enorme cucaracha de color whisky. He tenido que dar un salto ridículo para evitar mancharme con las tripas del bicho la suela de las botas que he conseguido estas rebajas al 50% y que precisamente estrenaba hoy.

martes, 21 de febrero de 2017

La mujer incompleta. Párpados

Párpados

12.45 h. Se me ha corrido el rímel. No he encontrado el paquete de clínex en la oscuridad de la sala. Entre la oscuridad, las lágrimas de cocodrilo empañándome las lentillas y el forro descosido de mi bolso negro he acabado recurriendo a la manga del jersey. Menudo drama. Un contenido hermano pequeño Affleck no me hablaba sobre la culpa desde ese mutismo que dañaba más a cada fotograma que pasaba. Yo no he matado a nadie, ni directa ni indirectamente, pero conecto bien con el sentimiento de culpa. Creo que todos lo hacemos porque todos somos culpables de algo, aunque sea de no cederle el asiento a una abuela en el autobús, por lo que todos somos conscientes de ese mordisco interior que decidimos ignorar cada dos por tres para seguir adelante. Ahí debe de radicar el éxito de los dramones.
Hacía tanto tiempo que no iba sola al cine. Casi una vida. Sola a la sesión matinal entre semana. Un lujo. Ocho personas afortunadas en un cine. Una pareja de ancianos, cinco solitarios y una mujer sola, yo. Silencio y oscuridad. Y llanto callado por una pena ficticia. Llanto de mentira. O no. Lloraba de verdad. Siempre lloro de verdad, aunque lo haga por la imposibilidad del protagonista de una película de salir de su pozo, o por los pobres delfines masacrados en Taiji año tras año, o por los más de diez mil niños sin nombre que se esfumaron al pisar Europa después de atravesar su desierto de guerra y sed. Desde que parí lloro más por los niños. Antes lloraba lo mismo por los perros maltratados en una perrera que por los pequeños desgraciados del mundo. Quizá más por los perros porque había convivido con varios y empatizaba mucho con esa indefensión de ojos suplicantes, más que con el dolor de los niños perdidos, porque no conocía a ninguno y todos los mocosos que tenía a mi alrededor habían empezado ya el instituto. Pero desde que tuve a mi hija el dolor de los niños me pellizca de esa manera rabiosa que tenía sor Petronila, aquella monja que me daba plástica en la primaria, de retorcerte la piel del brazo cuando no contabas bien los puntos de la labor. Menos mal que Ikea ha popularizado esas bandas que pegan la tela con calor y no tengo que abrir el costurero y acordarme de sor Petronila, y de sus gafas oscuras que escondían un misterio que jamás desvelé, cada vez que tengo que subir el bajo de los pantalones; tal vez tenía un ojo a la virulé o una mirada de odio incontenible que debía disimular dada su ocupación como profesora de crías de ocho años,
14.05 h. He ido al cine sola y se me han hinchado los ojos como si hubiera estado en el velatorio de un muerto  joven. Antes de sentarme a la mesa del restaurante de comida turca en el que me he metido, me he encerrado en el baño. Labios medio despintados, manchas de rímel en los párpados superiores hinchados y ojeras al descubierto. En el maldito bolso de forro descosido tampoco he encontrado ese neceser pequeño que llevo siempre para arreglar este tipo de desastres que dejan al descubierto el páramo arrasado en el que se está convirtiendo mi rostro. He gastado más en correctores de ojeras desde que tuve a mi hija que durante toda mi vida anterior. La maternidad me ha oscurecido el contorno de ojos y el ánimo de manera brusca. Cada día descubro mi rostro agostado en el espejo. Se me agotó la mirada incluso antes de ser consciente de que me estaba gastando. No he estado más segura de mi acabamiento que desde que fui madre. Quizá sólo es la coincidencia del declive físico propio del final de la treintena con las noches de insomnio de la maternidad. O la certeza de que es una vida que no es la tuya la que te absorbe.
Un chico de unos quince años espera su kebab escondido dentro de la capucha de su sudadera. Un hombre apuesto de pelo cuidado come carne de cordero y extra de humus acompañado de una chica muy joven. No sé si es su hija o su amante. Menuda duda. En cualquier caso será carne de su carne. Comen poco y rápido. No acaban la comida de los platos. Paga él, está contento y no tiene frío. Sale sin abrocharse el plumas que lleva. Supongo que va en moto y que la chica, amante o hija, le ceñirá los muslos con sus piernas tan jóvenes. Me inclino por la relación de amor, bueno, de sexo. De amor también es la relación padre-hija. A mí la expectativa de sexo siempre me ha quitado el apetito. Para qué comer la carne del plato cuando deseo devorar a mi acompañante. Para qué alimentarme de un cadáver cocinado cuando tengo un cuerpo caliente que lamer y morder hasta hartarme. No, nunca me ha gustado distraer el  paladar con tonterías. Quizá por eso antes estaba delgada. Antes, cuando deseaba que me invitaran directamente a follar y no a comer un sándwich helado y seco que se pegaba desagradablemente a la garganta y sólo podía salvarme la cerveza o un buen tinto. Pero los hombres no se atreven a invitarte a follar. Se creen que van a insultarte y que vas a salir corriendo. Pero qué hipocresía; siempre me he sentido más insultada cuando disfrazaban sus ganas de follarme con invitaciones a restaurantes caros o a combinados de alta graduación en bares en los que las camareras soñaban con su carrera de modelo mientras sonreían a los caballeros de pelo engominado y braguetas impacientes que les pedían sus consumiciones. Siempre me ha irritado la necesidad social de fingir. Tal vez por eso se me da tan mal mantener relaciones, de amistad o de lo que sea. En todo caso es necesario el fingimiento. Ahora que me estoy borrando empiezo a liberarme de esa esclavitud. Con no ser me conformo. No ser amiga. No follar. No querer, o al menos no estar obligada a demostrarlo por la necesidad de vínculo. Los hombres también necesitan fingir que les apetece charlar contigo. Necesitan demostrarse que son algo más que mamíferos, y se cuidan el pelo y escogen con mimo los tejanos y el estampado de la camisa y se sientan delante de ti disimulando penosamente las ganas de arrancarse la ropa. Tal vez todo se reduzca a esa mentira que nos obliga a frenarnos y la vida no sea más que el ruido áspero que hace un coche en marcha cuando levantas el freno de mano, y el tumbo brusco e imprevisto que da el vehículo.
15.45 h. Apuro el cortado, saco el monedero y guardo el móvil. Tengo que pagar ya. Como no corra llegaré tarde a recoger a mi hija a la salida del colegio. Se me ha acabado el día de fiesta. No he hecho nada de todo lo que tenía que hacer (lavadoras, preparar clases, leer un par de artículos del curso, coser un disfraz, barrer la casa...), pero he visto un película, he leído un poco, he escrito cuatro notas en una libreta. Me siento bien mientras dura la rebeldía, noto que se me definen los límites. Cuando recuerdo lo que tengo que hacer, todo aquello que debería cumplir me desdibujo, vuelvo a borrarme. Ocho euros, más seis del cine. Me llama Él, no le cojo el teléfono, no quiero que me recuerde que no tenemos dinero para llegar a fin de mes, no quiero que me reproche que soy una egoísta. Doble pitido, miro la pantalla por si me ha dejado un mensaje de voz. No, no lo ha hecho. Tengo un whatsapp nuevo:  "hola, ¿qué tal? voy a barcelona la semana que viene. he pensado que podríamos comer juntos."
Tampoco soporto que no se empleen las mayúsculas en los mensajes. Su ausencia le resta importancia a las palabras.

jueves, 9 de febrero de 2017

Diario de la niña de fuego. El futuro compuesto

La semana pasada volvió a clase un chico que hacía más de un mes que no aparecía por el instituto. Un mes y pico de ausencias sin justificar. No sé casi nada de él, sólo su nombre, que se sienta en primera fila, que es obeso y feote, con su bigotito adolescente de cerdas puntiagudas sin afeitar y sus gafas de montura de metal pintado con desconchones. Es un repetidor educado y silencioso que va por los pasillos mordiéndose con los talones los bajos del pantalón de chandal un poco demasiado largo. Tiene  cuatro años más que sus compañeros. En enero cumplió diecisiete. Eso son tres cursos de atraso. Y he escrito compañeros porque tenía que escoger un sustantivo, por nada más. Sé que la situación en su casa no es la mejor; no conozco los detalles, casi ninguno, me han comentado lo imprescindible para que entienda que sus ausencias no son campanas como un templo. No viene porque le pasa algo a su entorno, o le pasa a él, no sé. Le pregunté cómo estaba, lo mínimo después de tanto tiempo. Me  contestó que muy mal, que a su hermana le descubrieron una vena hinchada en el cerebro y que casi se muere en Navidad y que sigue grave, aunque mejor. No me esperaba su sinceridad porque es discreto además de tímido. Pero también es educado y en algún momento le explicaron que cuando a uno le preguntan algo tiene que responder. Eso es lo que ha hecho. Parece obvio, pero la mayoría de sus compañeros desconoce ese motor de la comunicación. Me ha contestado y con unas pocas palabras me ha implicado en algo que desconozco y me inquieta: su vida. Llegó un miércoles y el viernes tenía examen de todo lo visto desde enero. No me ha protestado, ni pedido un trato de favor. Solo levantó la mano para confirmar la fecha. Lo intenta. No suele lograrlo pero lo intenta. O al menos asume que tiene que pelearlo, que no valen excusas. Y no dice nada. Y el siguiente martes, tras el examen, me pregunta si ya tengo su nota, y no la tengo y me siento miserable por no poder darle una respuesta, aunque llevara malas noticias. Sólo soy su profesora, la sustituta de otra profesora de baja. No tengo que implicarme, quizá mañana no vuelva y no pueda ni despedirme de los chavales, pero no puedo evitar la impotencia. Su compañero de pupitre, al verlo el día de su vuelta, dijo en voz alta para que le oyera el resto de la clase: "Anda, un fantasma". Y todos oyeron, claro; y todos callaron. Yo también. Y también en ese momento me sentí miserable. No tengo que implicarme, ¿qué voy a arreglar yo? Nada. Solo tengo que enseñarles los tiempos verbales, que sepan identificar un pretérito, o un condicional, o un futuro. Y este chaval no me necesita para algo así, este chaval ya sabe que el futuro no existe, que el pasado es una losa pesadísima y el presente, una mierda como una catedral. También sabe decirme que esto último es un símil que no le va a ayudar lo más mínimo para salir de ese pozo en el que anda metido. Lo sabe, como sabe que los minutos sentados a ese pupitre que guarda grabada con la punta de un boli Bic la memoria de otros que pasaron antes por el mismo sitio, son un alivio momentáneo, un paréntesis. Creo que le dan igual las burlas de sus compañeros, creo que no le importan porque sentado en esa silla de hierro y contrachapado descansa de todo eso que anda mal.
Pero, ¿qué hago yo con mis conjugaciones verbales y mi épica medieval castellana en el corazón de la Catalunya deprimida? No sé qué haré; de momento, darme cuenta de que la vida empieza a ser eso que les está pasando a otros, darme cuenta de que en todos los años entre las historias inventadas de los demás no me había emocionado de verdad ni me había sentido inútil de verdad.

jueves, 26 de enero de 2017

La mujer incompleta


Útero

14.30 h. Dejo el tenedor suspendido en el aire al admirar el brillo grasoso del chop suey de gambas que me acaba de servir la dueña sonriente del restaurante chino al que suelo ir los jueves a comer. Me gusta la comida china, me gusta incluso el malestar que siento el resto del día cuando como fideos fritos que rocío con salsa agridulce. El brillo del chop suey es hermoso, le da al plato apariencia de modelo de bodegón, con sus verduras desordenas y sus colas de gambas ya peladas sobresaliendo aquí y allá entre el blanco de los brotes de soja, el naranja de la zanahoria y el verde del pimiento. He empezado por la gamba que desentonaba más en la distribución aleatoria de los vegetales. La he cogido con los palillos y me la he acercado rápidamente a la boca para evitar que resbalara y se me cayera sobre el libro que estaba leyendo o sobre los pantalones. Después de tragármela he vuelto a observar el plato... Se veía perfecto.
He mirado a mi alrededor y me he sentido como la cola de gamba que acaba de comerme. No encajaba en el desorden que parecía reinar en el comedor del restaurante. Tal vez yo era la única que percibía la nota discordante, me hacía dudar mi soledad. Sé que siempre llaman la atención los solitarios, no sé si porque dan pena, invitan a la precaución o producen envidia. Yo siempre les envidio. No entiendo a esas personas que afirman que son incapaces de comer solas o ir a ver una película sin más compañía que la que pueda darle su teléfono con conexión a internet. Antes de toda esa cortina de humo de las redes sociales ya iba sola, del todo, al cine. No me importaba que los hombres me miraran un par de segundos más que a cualquier otra mujer acompañada, ni que me invitaran a un té que no me apetecía en el restaurante sirio al que siempre iba antes de la película. Estaba al lado de la sala y me encantaba observar la perfección de las dunas de humus que rompería con esas croquetas espesas de garbanzos. Mordía, sorbía y sonreía en la proporción justa y de la mezcla de acciones básicas resultaba un mensaje claro: «gracias, pero ya». ¿Cómo aprendemos las mujeres a mentir todo el tiempo para estar a salvo? ¿Nos enseñan nuestras madres? ¿Lo aprendemos de las películas o de las revistas femeninas llenas de estúpidos cuestionarios y consejos? ¿Es un comportamiento ordenado por nuestro cerebro reptiliano? Puede ser. Esa parte del cerebro fue la primera que tuvimos como especie y sigue siendo la que nos impulsa a comer, beber, temer, odiar y a todo aquello que nos ayude a sobrevivir. También a mentir a los hombres que nos observan con esa mirada caníbal que aprendí a identificar de niña.
El brillo de la comida china debería ser objeto de estudio. Antes de probar cualquiera de sus platos, incluso una de esas sopas de textura gelatinosa, saboreamos el brillo. La luz de los fluorescentes hace resplandecer toda esa comida que te traen de golpe y que te empacha antes aun de probarla. Podría considerarse que ese fulgor forma parte, como los tronos de oro, los vasos decorados con gemas y el horror vacui, del lujo asiático. Brilla, incluso, la frente granujienta del camarero escuálido con uñas incomprensiblemente largas (a no ser que sea un ferviente discípulo de Paco de Lucía) que me deja el plato de sopa sobre la mesa. Sopa de aleta de tiburón y chop suey de gambas. Es un buen menú para los jueves. Es el día sin prisas. El único día que puedo comer en mi territorio y sin la amenaza del retorno. Puedo centrarme en el brillo de la soja y despreocuparme de la manera en que explicaré la pasiva refleja a unos chavales de quince años que no entienden la palabra sien. Buscaré alguna metáfora en la que el sexo (otra de las funciones orquestadas por ese reducto del anfibio que fuimos) me ayude a captar su atención.
Noto cómo un fluido tibio moja mis bragas. Me incomoda que mi cuerpo haga cosas sin mi permiso. Siempre me pasa lo mismo cuando follo con él. Mi cabeza hace tiempo que dejó de ocuparse del tema, ahora es mi cuerpo el que me quiere decir algo. Sangro al cabo de un rato de haber estado con él. Es como si todo ese malestar que me producen nuestros encuentros, y que me empeño en negar, en silenciar, se me deslizara desde las entrañas hasta la entrepierna. Es cuando noto esa humedad sucia y caliente que pongo mi mano entre mis tetas y siento que podría atravesarme el pecho sin encontrar ningún obstáculo hasta llegar a mi columna. Me llevo la mano al corazón con la necesidad de sentir un golpeteo de vida en peligro, como cuando, para limpiarle la jaula, cogía con cuidado el verderón que cayó en mi patio y nunca más volvió a volar, pero me araño con las aristas de mis vértebras. A veces pienso en comprarme un canario sólo para recuperar aquella sensación de compasión y de poder que me daba tener un pájaro indefenso entre mis dedos.
Pero era únicamente una sensación. Además, me han dicho muchas veces que parezco un pajarito mojado. De niña era delgaducha y tenía las piernas muy delgadas, tanto que las rodillas resultaban más abultadas que mis muslos, como en las patas de los pájaros. Supongo que siempre ha resultado fácil creer que se me podía apresar en un puño.


Desde hace tiempo solo follo con él. Casi no recuerdo la época en la que hacíamos el amor. Me queda el sabor de los yogures de fresa que me ofrecía cuando acabábamos, sudados y hambrientos, y el recuerdo de unos emails que nos escribimos. No he retenido ni una de las palabras, no he querido hacerlo; las palabras se enquistan y forman tumores malignos. Sólo sé que nos intercambiamos muchas, que nos decíamos cosas, nos las susurrábamos, nos las escribíamos e incluso nos las cantábamos, hasta que dejaron de hacer falta para sostener ese edificio hueco que sigue en pie casi como un milagro. El edificio se parece cada vez más a esas imágenes de guerra, ahora la de Siria, que nos llegan a través de las pantallas. Drones que sobrevuelan zonas asoladas como halcones adiestrados que en vez de palomas entre las garras traen ruinas que es imposible asir, que no podrán ser reconstruidas por ninguna de las mentes sencillas que ven la tele y pasan a otra cosa. Ciudades y mentes como quesos gruyere. Y cuerpos. Vivos o muertos. Mi cuerpo se desangra a pequeñas dosis.

15.10 h. Después de comerme las verduras y de sorber como no hay que hacerlo toda la sopa, recojo y voy al baño antes de pagar. Me pone muy nerviosa que no haya colgadores en las puertas o en las paredes de los aseos de los bares y los restaurantes, al menos en la mayoría de aquellos que puedo permitirme. ¿Dónde se supone que voy a dejar el bolso y el abrigo? ¿En el suelo meado? Me limpio las bragas ensangrentadas con un trozo de papel y doblo otro a modo de compresa. No las uso, normalmente menstrúo poca cantidad y además he descubierto la muy sostenible y ecológica copa menstrual, así que tengo que recurrir a técnicas antiguas en caso de emergencia. Una tira larga de papel higiénico enrollada sobre sí misma colocada sobre la zona de rizo de mi tanga. Orino y, al limpiarme, el blanco aún se mancha de rojo. En unas dos horas, más o menos a la hora de la estampida de niños a la puerta de los colegios, dejaré de notar esa molestia y ya podré pensar en otra cosa, por ejemplo, en cortar rodajas de fuet muy finas para que mi hija no se atragante durante la merienda. Me cuesta tanto cortar el embutido como dios manda cuando tengo la cabeza en otra cosa. Me salen rodajas gruesas y asimétricas que acabo comiéndome yo y luego, voy por la calle rebuscando con la lengua los trozos elásticos de carne medio cruda que me molestan entre los dientes. Y eso también me pone nerviosa. Me hace pensar en los pedazos de útero que me manchan las bragas. ¿Y si me estoy quedando vacía por dentro? La doctora me tiene dicho que he de aprender a relajarme, a quitarle importancia a las cosas. Y lo intento. Hasta que vuelvo a verle y siento de nuevo la necesidad de no salir de debajo de la manta hasta que pase el invierno.

miércoles, 25 de enero de 2017

Diario de la niña de fuego. Mentiras piadosas

5.58 h de la mañana. En el bar de la estación del metro dos mujeres beben cerveza y comen jamón serrano de un plato de plástico estampado con motivos casi infantiles. Las lonchas están tan secas y rígidas que no pueden haber salido más que de un envase de plástico de a 2,99 € los 150 gramos. Hablan y se ríen sin importarles las manchas de lejía que forman pequeños lagos desteñidos en los bajos azules de sus pantalones de uniforme de una empresa de limpieza. Las cañas, el jamón y su ruido contrastan con el sueño mudo de los sonámbulos que todavía funcionamos con el piloto automático.
Las mujeres ríen antes de irse a la cama como bellas durmientes de biorritmo alterado que sueñan con no tener que despertarse más. El camarero alto que tiene un tatuaje carcelario en la membrana que une esos dos dedos que nos hacen humanos y las mejillas de haber sobrevivido a la heroína se justifica ante su jefe: «que no fui yo, no me llevé ayer los periódicos; ya me lo has preguntado una vez y te he contestado, no me lo preguntes dos veces». Se le nota cansado de la desconfianza, pero aún no se ha resignado a que nadie le crea. Hay esperanza en esa resistencia. El jefe le deja en paz y me pregunta si en casa también me pongo sacarina en el café. No sé por qué le miento, le digo que sí aunque en casa ni siquiera tomo café; quizá lo hago porque intuyo por su tono de voz, por las cejas expectantes, que quiere oír un sí, como si esa afirmación importara. Y a mí me da igual, así que le digo que sí. Se da la vuelta y coge algo que me alarga, es una caja enorme sin desprecintar de sobrecitos de sacarina. «Para ti», me dice y yo pienso, mientras le doy las gracias, que voy a tener ese dulce de mentira en casa hasta que me haga vieja para recordarme que la verdad siempre le importa a alguien.

miércoles, 18 de enero de 2017

Diario de la niña de fuego. De currantes y bragas

Otra vez el revisor ha pasado por los pasillos del tren despertando a los viajeros más madrugadores. Es el primer tren, el único que además de currantes ojerosos lleva revisores.
Le he vuelto a ver. Hacía semanas que no le veía, desde Navidad. Sospechaba que le había tocado el gordo o le había cambiado la suerte, o al menos el horario, y ya no tenía que madrugar tanto, pero no; habrá sido cosa de no coincidir en el mismo vagón. Ahí estaba esta mañana: el hombre del jersey azul y de los tejanos demasiado anchos con el bajo doblado. Siempre el mismo jersey y los mismos tejanos, y esa cara de ver a través de las paredes. Al menos los ha llevado estos dos meses en los que hemos coincidido casi a diario. Antes, además, cogía una bolsa de FNAC con algo blando dentro, pero ahora ni eso. Tenía curiosidad por saber si el bombardeo de los informativos con lo de la ola de frío siberiano iba a calar en el hombre de azul y si se haría con un abrigo, pero no. Iba a afrontar las temperaturas bajo cero a cuerpo gentil. Hoy tampoco llevaba abrigo, ni bufanda, ni guantes, ni una braga de esas negras que llevan los currantes y los jugadores de fútbol, como Piqué. Ya tienen algo en común los currantes y los jugadores de fútbol multimillonarios: las bragas en el cuello y el frío.
Al otro lado del pasillo bostezan dos de esos currantes, parecen padre e hijo, también parecen rumanos, por el acento y las orejas. Además de frío y bragas en el cuello, tienen mucho sueño y dos mochilas que parecen robadas en la puerta de un colegio: la que está entre los pies del padre es del barça y la que descansa al lado del que parece su hijo es de Mickey Mouse. Van llenos de polvo, de manchas, de sueño y al bajarse en un apeadero congelado se cuelgan a la espalda esos rectángulos de infancia que tan mal les quedan. Los currantes parecen mayores que yo incluso siendo casi unos críos. Eso no lo tienen en común con los futbolistas niños que se ponen a tener hijos unos diez años antes de la media nacional. Será cosa de buscar el calor, y del dinero.