jueves, 26 de enero de 2017

La mujer incompleta


Útero

14.30 h. Dejo el tenedor suspendido en el aire al admirar el brillo grasoso del chop suey de gambas que me acaba de servir la dueña sonriente del restaurante chino al que suelo ir los jueves a comer. Me gusta la comida china, me gusta incluso el malestar que siento el resto del día cuando como fideos fritos que rocío con salsa agridulce. El brillo del chop suey es hermoso, le da al plato apariencia de modelo de bodegón, con sus verduras desordenas y sus colas de gambas ya peladas sobresaliendo aquí y allá entre el blanco de los brotes de soja, el naranja de la zanahoria y el verde del pimiento. He empezado por la gamba que desentonaba más en la distribución aleatoria de los vegetales. La he cogido con los palillos y me la he acercado rápidamente a la boca para evitar que resbalara y se me cayera sobre el libro que estaba leyendo o sobre los pantalones. Después de tragármela he vuelto a observar el plato... Se veía perfecto.
He mirado a mi alrededor y me he sentido como la cola de gamba que acaba de comerme. No encajaba en el desorden que parecía reinar en el comedor del restaurante. Tal vez yo era la única que percibía la nota discordante, me hacía dudar mi soledad. Sé que siempre llaman la atención los solitarios, no sé si porque dan pena, invitan a la precaución o producen envidia. Yo siempre les envidio. No entiendo a esas personas que afirman que son incapaces de comer solas o ir a ver una película sin más compañía que la que pueda darle su teléfono con conexión a internet. Antes de toda esa cortina de humo de las redes sociales ya iba sola, del todo, al cine. No me importaba que los hombres me miraran un par de segundos más que a cualquier otra mujer acompañada, ni que me invitaran a un té que no me apetecía en el restaurante sirio al que siempre iba antes de la película. Estaba al lado de la sala y me encantaba observar la perfección de las dunas de humus que rompería con esas croquetas espesas de garbanzos. Mordía, sorbía y sonreía en la proporción justa y de la mezcla de acciones básicas resultaba un mensaje claro: «gracias, pero ya». ¿Cómo aprendemos las mujeres a mentir todo el tiempo para estar a salvo? ¿Nos enseñan nuestras madres? ¿Lo aprendemos de las películas o de las revistas femeninas llenas de estúpidos cuestionarios y consejos? ¿Es un comportamiento ordenado por nuestro cerebro reptiliano? Puede ser. Esa parte del cerebro fue la primera que tuvimos como especie y sigue siendo la que nos impulsa a comer, beber, temer, odiar y a todo aquello que nos ayude a sobrevivir. También a mentir a los hombres que nos observan con esa mirada caníbal que aprendí a identificar de niña.
El brillo de la comida china debería ser objeto de estudio. Antes de probar cualquiera de sus platos, incluso una de esas sopas de textura gelatinosa, saboreamos el brillo. La luz de los fluorescentes hace resplandecer toda esa comida que te traen de golpe y que te empacha antes aun de probarla. Podría considerarse que ese fulgor forma parte, como los tronos de oro, los vasos decorados con gemas y el horror vacui, del lujo asiático. Brilla, incluso, la frente granujienta del camarero escuálido con uñas incomprensiblemente largas (a no ser que sea un ferviente discípulo de Paco de Lucía) que me deja el plato de sopa sobre la mesa. Sopa de aleta de tiburón y chop suey de gambas. Es un buen menú para los jueves. Es el día sin prisas. El único día que puedo comer en mi territorio y sin la amenaza del retorno. Puedo centrarme en el brillo de la soja y despreocuparme de la manera en que explicaré la pasiva refleja a unos chavales de quince años que no entienden la palabra sien. Buscaré alguna metáfora en la que el sexo (otra de las funciones orquestadas por ese reducto del anfibio que fuimos) me ayude a captar su atención.
Noto cómo un fluido tibio moja mis bragas. Me incomoda que mi cuerpo haga cosas sin mi permiso. Siempre me pasa lo mismo cuando follo con él. Mi cabeza hace tiempo que dejó de ocuparse del tema, ahora es mi cuerpo el que me quiere decir algo. Sangro al cabo de un rato de haber estado con él. Es como si todo ese malestar que me producen nuestros encuentros, y que me empeño en negar, en silenciar, se me deslizara desde las entrañas hasta la entrepierna. Es cuando noto esa humedad sucia y caliente que pongo mi mano entre mis tetas y siento que podría atravesarme el pecho sin encontrar ningún obstáculo hasta llegar a mi columna. Me llevo la mano al corazón con la necesidad de sentir un golpeteo de vida en peligro, como cuando, para limpiarle la jaula, cogía con cuidado el verderón que cayó en mi patio y nunca más volvió a volar, pero me araño con las aristas de mis vértebras. A veces pienso en comprarme un canario sólo para recuperar aquella sensación de compasión y de poder que me daba tener un pájaro indefenso entre mis dedos.
Pero era únicamente una sensación. Además, me han dicho muchas veces que parezco un pajarito mojado. De niña era delgaducha y tenía las piernas muy delgadas, tanto que las rodillas resultaban más abultadas que mis muslos, como en las patas de los pájaros. Supongo que siempre ha resultado fácil creer que se me podía apresar en un puño.


Desde hace tiempo solo follo con él. Casi no recuerdo la época en la que hacíamos el amor. Me queda el sabor de los yogures de fresa que me ofrecía cuando acabábamos, sudados y hambrientos, y el recuerdo de unos emails que nos escribimos. No he retenido ni una de las palabras, no he querido hacerlo; las palabras se enquistan y forman tumores malignos. Sólo sé que nos intercambiamos muchas, que nos decíamos cosas, nos las susurrábamos, nos las escribíamos e incluso nos las cantábamos, hasta que dejaron de hacer falta para sostener ese edificio hueco que sigue en pie casi como un milagro. El edificio se parece cada vez más a esas imágenes de guerra, ahora la de Siria, que nos llegan a través de las pantallas. Drones que sobrevuelan zonas asoladas como halcones adiestrados que en vez de palomas entre las garras traen ruinas que es imposible asir, que no podrán ser reconstruidas por ninguna de las mentes sencillas que ven la tele y pasan a otra cosa. Ciudades y mentes como quesos gruyere. Y cuerpos. Vivos o muertos. Mi cuerpo se desangra a pequeñas dosis.

15.10 h. Después de comerme las verduras y de sorber como no hay que hacerlo toda la sopa, recojo y voy al baño antes de pagar. Me pone muy nerviosa que no haya colgadores en las puertas o en las paredes de los aseos de los bares y los restaurantes, al menos en la mayoría de aquellos que puedo permitirme. ¿Dónde se supone que voy a dejar el bolso y el abrigo? ¿En el suelo meado? Me limpio las bragas ensangrentadas con un trozo de papel y doblo otro a modo de compresa. No las uso, normalmente menstrúo poca cantidad y además he descubierto la muy sostenible y ecológica copa menstrual, así que tengo que recurrir a técnicas antiguas en caso de emergencia. Una tira larga de papel higiénico enrollada sobre sí misma colocada sobre la zona de rizo de mi tanga. Orino y, al limpiarme, el blanco aún se mancha de rojo. En unas dos horas, más o menos a la hora de la estampida de niños a la puerta de los colegios, dejaré de notar esa molestia y ya podré pensar en otra cosa, por ejemplo, en cortar rodajas de fuet muy finas para que mi hija no se atragante durante la merienda. Me cuesta tanto cortar el embutido como dios manda cuando tengo la cabeza en otra cosa. Me salen rodajas gruesas y asimétricas que acabo comiéndome yo y luego, voy por la calle rebuscando con la lengua los trozos elásticos de carne medio cruda que me molestan entre los dientes. Y eso también me pone nerviosa. Me hace pensar en los pedazos de útero que me manchan las bragas. ¿Y si me estoy quedando vacía por dentro? La doctora me tiene dicho que he de aprender a relajarme, a quitarle importancia a las cosas. Y lo intento. Hasta que vuelvo a verle y siento de nuevo la necesidad de no salir de debajo de la manta hasta que pase el invierno.

miércoles, 25 de enero de 2017

Diario de la niña de fuego. Mentiras piadosas

5.58 h de la mañana. En el bar de la estación del metro dos mujeres beben cerveza y comen jamón serrano de un plato de plástico estampado con motivos casi infantiles. Las lonchas están tan secas y rígidas que no pueden haber salido más que de un envase de plástico de a 2,99 € los 150 gramos. Hablan y se ríen sin importarles las manchas de lejía que forman pequeños lagos desteñidos en los bajos azules de sus pantalones de uniforme de una empresa de limpieza. Las cañas, el jamón y su ruido contrastan con el sueño mudo de los sonámbulos que todavía funcionamos con el piloto automático.
Las mujeres ríen antes de irse a la cama como bellas durmientes de biorritmo alterado que sueñan con no tener que despertarse más. El camarero alto que tiene un tatuaje carcelario en la membrana que une esos dos dedos que nos hacen humanos y las mejillas de haber sobrevivido a la heroína se justifica ante su jefe: «que no fui yo, no me llevé ayer los periódicos; ya me lo has preguntado una vez y te he contestado, no me lo preguntes dos veces». Se le nota cansado de la desconfianza, pero aún no se ha resignado a que nadie le crea. Hay esperanza en esa resistencia. El jefe le deja en paz y me pregunta si en casa también me pongo sacarina en el café. No sé por qué le miento, le digo que sí aunque en casa ni siquiera tomo café; quizá lo hago porque intuyo por su tono de voz, por las cejas expectantes, que quiere oír un sí, como si esa afirmación importara. Y a mí me da igual, así que le digo que sí. Se da la vuelta y coge algo que me alarga, es una caja enorme sin desprecintar de sobrecitos de sacarina. «Para ti», me dice y yo pienso, mientras le doy las gracias, que voy a tener ese dulce de mentira en casa hasta que me haga vieja para recordarme que la verdad siempre le importa a alguien.

miércoles, 18 de enero de 2017

Diario de la niña de fuego. De currantes y bragas

Otra vez el revisor ha pasado por los pasillos del tren despertando a los viajeros más madrugadores. Es el primer tren, el único que además de currantes ojerosos lleva revisores.
Le he vuelto a ver. Hacía semanas que no le veía, desde Navidad. Sospechaba que le había tocado el gordo o le había cambiado la suerte, o al menos el horario, y ya no tenía que madrugar tanto, pero no; habrá sido cosa de no coincidir en el mismo vagón. Ahí estaba esta mañana: el hombre del jersey azul y de los tejanos demasiado anchos con el bajo doblado. Siempre el mismo jersey y los mismos tejanos, y esa cara de ver a través de las paredes. Al menos los ha llevado estos dos meses en los que hemos coincidido casi a diario. Antes, además, cogía una bolsa de FNAC con algo blando dentro, pero ahora ni eso. Tenía curiosidad por saber si el bombardeo de los informativos con lo de la ola de frío siberiano iba a calar en el hombre de azul y si se haría con un abrigo, pero no. Iba a afrontar las temperaturas bajo cero a cuerpo gentil. Hoy tampoco llevaba abrigo, ni bufanda, ni guantes, ni una braga de esas negras que llevan los currantes y los jugadores de fútbol, como Piqué. Ya tienen algo en común los currantes y los jugadores de fútbol multimillonarios: las bragas en el cuello y el frío.
Al otro lado del pasillo bostezan dos de esos currantes, parecen padre e hijo, también parecen rumanos, por el acento y las orejas. Además de frío y bragas en el cuello, tienen mucho sueño y dos mochilas que parecen robadas en la puerta de un colegio: la que está entre los pies del padre es del barça y la que descansa al lado del que parece su hijo es de Mickey Mouse. Van llenos de polvo, de manchas, de sueño y al bajarse en un apeadero congelado se cuelgan a la espalda esos rectángulos de infancia que tan mal les quedan. Los currantes parecen mayores que yo incluso siendo casi unos críos. Eso no lo tienen en común con los futbolistas niños que se ponen a tener hijos unos diez años antes de la media nacional. Será cosa de buscar el calor, y del dinero.