viernes, 28 de julio de 2017

Diario de la niña de fuego. El hombre menguante



Un hombre solo de más de sesenta años pide limosna sentado en una silla de ruedas con un brazo extendido y un vaso de plástico en la mano. Casi siempre guarda silencio, pero hay días en los que parece poseído por el espíritu de la amabilidad y saluda con un «hola, hola, hola» repetido durante minutos, como un mantra monótono. Un hola para cada persona que pasa por delante de él en el transbordo de tren a metro en la estación de La Sagrera de la línea 5. Saluda con voz fuerte y clara para quitarles a los viajeros la excusa de no oírle con el ruido ambiente. Todos los que pasamos por ese andén le oímos a la perfección cuando decide que debemos saber que está ahí. Y casi todos miramos hacia el fondo del túnel como si nuestras respuestas estuvieran por encima de su hombro.
Hace menos de una semana, al bajar por la escalera mecánica que me lleva ante él a diario, me fijé en que había perdido un trozo del pie izquierdo, la parte de los dedos. Lo que le quedaba de pie estaba cubierto por un calcetín de un azul desvaído. Todo lo demás seguía igual: pelo gris grasiento arado con las púas del peine con el que se lo apartaba de la frente, camisa de cuadros abierta sobre una camiseta de algodón que una vez fue blanca, ojos pequeños que van rápidos de un viajero a otro, la silla de ruedas, el vaso de plástico. Ese día sólo ofrecía su estampa lastimosa, estaba mudo. Leí una vez en un libro que empezamos a morirnos por los pies y ese mendigo sin duda había empezado a hacerlo. Quizá era diabético además de pobre y una rozadura provocada por esos zapatos negros que le bailaban porque no eran de su número, y que posiblemente había heredado de alguien que los llevó a la parroquia del barrio, se le ha convertido en una llaga irreversible, en el primer paso hacia la nada. Cuando pasé a su lado giró la cabeza y me saludó. A continuación, volvió a fijar la vista en el final de esa escalera mecánica que le iba ofreciendo autómatas apresurados a los que conmover y siguió callado. Miré a izquierda y derecha pensando que descubriría a la mujer rumana que había visto en un par de ocasiones acompañándolo al ascensor de la estación y llevándolo hasta ese cruce de líneas del metro. No había rastro de ella. Me había saludado a mí. De entre toda la gente que iba y venía y pasaba por su lado me había mirado directamente a mí. No fue uno de esos “hola” lanzados al vacío. Me hizo sentir incómoda porque con su saludo me obligó a tomar una decisión, yo que intento pasar los días sin decidir nada. Su hola me obligó a decidir si darle o no una limosna, si devolverle el saludo o no, me obligó a escoger entre considerar su existencia e ignorarla. Escogí ignorarla. Me sentí fatal. Al fin y al cabo era un hombre. Y no hacía tanto había sido un joven que guardaba sueños en una mochila que perdió o que alguien robó. Un joven alto y completo que probablemente no estaba ligado a esa silla. Ahora era un hombre al que nadie quería mirar. Su visión provocaba incomodidad y repelús. Me convertía en una ciudadana afortunada del primer mundo y, casi al instante, en una miserable esclava egoísta y materialista. Una miserable que prefiere no ver de cerca miembros amputados ni desgracias ajenas, que siente compasión por los refugiados sirios, ama el humus, y quisiera ayudar, pero cómo, o que ayuda con unos euros mensuales a alguna ONG que gestiona por mi esa necesidad de ser humana. Pero ese mendigo desgraciado molesta. No debería estar ahí. Yo también tengo problemas y me cuesta llegar a fin de mes. No me pidas dinero. No te pienso dar un duro. Seguro que te bebes todas las limosnas. 
Cuando me metí en el vagón del tren me dio la sensación de que las puertas nunca habían tardado tanto en cerrarse.
Llegué a mi cita cinco minutos tarde. No me gusta esperar. Él ya estaba sentado y escribía algo en su móvil. Le saludé, me salió un “hola” agrio que intenté suavizar con una sonrisa. Se levantó y me dio dos besos. Nos sentamos y los dos pronunciamos un “¡cuánto tiempo!” casi al mismo tiempo. Fue lo mismo que decir “¡pero qué demonios hago aquí!”, o un “y tú, ¿quién eres?”. Tenía unas cuantas canas más, pero sus labios eran los mismos de siempre y se alargaban del mismo modo que cuando sonreía después de besarme y me dejaba ver sus colmillos sin filo. Maldito Facebook. Hablamos de trabajo, le conté que había decidido hacer un experimento Philadelphia conmigo misma y que había logrado hacerme desaparecer de un sitio para aparecer como por arte de magia en otro lugar. Se interesó por ese otro mundo que habitaba desde hacía poco, pero no le conté mucho. Quería oír su voz. Había accedido a verle para escucharle; sin embargo, no me interesaba nada de lo que me fuera a decir. Sabía que nos ceñiríamos a los lugares comunes y al recuerdo de rutinas compartidas. Sabía que evitaríamos mencionar que la última vez que nos vimos acabamos buscando un hotel por horas en el que desahogarnos para poder por fin hablar con tranquilidad. A mí siempre me ha gustado mucho hablar, pero el deseo me deja muda. Nos metimos el uno dentro del otro, le repasé los labios con un dedo, me gustaban tanto. Al acabar yo quería decirle muchas cosas, pero a él le sucede justo lo contrario que a mí, cuando satisface su deseo se queda pensativo, solo, y quiere irse lejos. Nos despedimos y luego dejamos correr el tiempo. Hasta esa tarde.
El cortado se me quedó helado. Y las cosas que tienen que tomarse calientes cuando se enfrían me dan asco. No pude bebérmelo. Él también se quedó frío. Tampoco pude decirle que dejara de mirarme como un niño que abre un regalo y descubre que no es lo que esperaba. Era la primera vez que estaba con él y quería irme. Sus ojos me entristecían. Me habló de sus hijas mientras me miraba con esa expresión de decepción. Yo ya no era aquella niña. Era la primera vez que él se daba cuenta. Tenía ojeras y expresión cansada, además de la misma necesidad de agradar y la misma risita nerviosa que debía de resultarle ahora ridícula. La inocencia, los nervios y la ilusión resultan casi vergonzosos en una mujer de cuarenta años. “Bueno, estamos en contacto”. Dos besos más. Adiós.
Su mirada me dolió, me hizo consciente del final de una etapa que no creía cerrada. No de una historia. Nuestra historia nunca estuvo abierta, siempre sucedió detrás de un muro de contención. Lo que se había acabado era mi juventud. Me puse mala. Estuve una semana con fiebre y ataques de asma que me dejaban sin dormir. Cuando me recuperé retomé mi rutina y volví al nuevo trabajo. Ese día vi al mendigo desde el inicio de la escalera. Estaba en uno de sus días silenciosos. Tenía el pie enfermo envuelto con una bolsa de plástico de supermercado que se fijaba a la espinilla con una goma elástica. Primero me llamó la atención la bolsa, luego me fijé en el otro pie. Lo tenía vendado. Había perdido también los dedos. Era un hombre menguante. Estaba desapareciendo. Los dos estábamos desapareciendo.



jueves, 6 de julio de 2017

Diario de la niña de fuego. Vistas

Me gusta mirar por la ventana cuando estoy sola. 

Antes vivía en un primero y me sentía por encima de aquellos que pisaban la acera y comentaban el precio de los tomates, el sabor de los tomates, la antinatural perfección de los tomates. Vivía en un primer piso que estaba sobre una frutería. Siempre tenía manzanas rojas en el frutero de la cocina y verduras frescas en la nevera; y estaba bien, aunque por las tardes de los días calurosos tuviera que sufrir el olor agrio de las piezas pasadas. Los tomates sin mácula y simétricos también se pudren y hieden.
Hoy vivo en una planta baja y cualquiera está por encima de mí. Sobre todo la familia perfecta con gemelos idénticos e idénticas sonrisas falsas de cortesía que vive encima. Al menos tienen la decencia de no recordármelo asomándose a la ventana que da a mi patio y mirándome desde la altura de su primer piso. Supongo que me parecen perfectos porque los muros de la casa, más gruesos de lo habitual en una barrio construido con prisas y materiales de segunda en los años cincuenta del siglo pasado, no dejan pasar los ruidos domésticos: el entrechocar de los platos y cubiertos sucios de la cena, el chorro de orín del enorme marido contra la taza del váter por la mañana, el eco de algún programa de la tele antes de acostarse, ni siquiera los gritos.
Cuando me asomo a mi ventana veo el suelo del patio que cubrí con césped artificial para atenuar la sensación de ausencia de horizonte, de distancia. Para crear la ilusión de un pulmón sin humo delante del muro de un edificio en el que anidan las palomas y que sirve de tope a mi mirada. En el patio sí que escucho algún sonido de los vecinos, sobre todo el ruido blanco del centrifugado de su lavadora. Deben de ensuciar mucho la ropa porque casi siempre que salgo a leer lo oigo. Intentó concentrarme, pero ese sonido me adormece y tengo que volver a entrar en casa si no quiero desplomarme sobre el libro.

Incluso la vieja que vive en el primer piso del edificio de enfrente tiene vistas. Ya no le queda tiempo, así que se distrae de la idea observando las vidas ajenas desde detrás de sus visillos beige. Creo que tiene al máximo el volumen de su audífono porque, cada vez que abro la puerta de casa, la veo en su ventana, disimulando.
La puerta de mi casa es antigua, más vieja que la anciana y casi igual de indiscreta. Comparten la desvergüenza propia de la vejez. Ya qué más da, deben de pensar las dos con ese cerebro de madera, todo vetas, grietas, y círculos concéntricos que dan vueltas alrededor del primer momento. La puerta cruje y chirría cada vez que la abro, como los huesos de la vieja, como su espalda harta de aguantar el peso de una vida a la que sólo le falta acabarse. Quizá por eso se conforma con la panorámica que le ofrece su ventana de un bloque de viviendas situado en una calle de cuatro metros de ancho y con sus vestidos rectos de flores en tonos pastel para ir a misa.
En el edificio nido, en el último piso, vive otra mujer mayor que también necesita mirar por la ventana para saber que la vida sigue. Se ha empeñado en que mato de hambre a mi gato. Me grita desde las alturas. Me increpa, me advierte de que va a llamar a la protectora. Tiene el pelo blanco, largo y desgreñado, y todas las veces que se ha asomado llevaba puesto un camisón azul cielo. Miro a mi gato sobrealimentado y adicto a esas latas para mascotas de comida blanda y gelatinosa y siento lástima por ella. Está sola, parece una Rapunzel olvidada en su ático.

Me he comprado unos cromos de picar con apariencia de antiguos. No son viejos, pero lo parecen. Creo que eso mismo le pasa a mucha gente, sobre todo a las mujeres, a aquellas que paren y convierten a su vástago en su única ventana y todas sus vistas. Esas mujeres, que pierden incluso su nombre, se darán cuenta tarde de que han escogido un horizonte que cada día se alejará más de ellas. Y qué vacío como de pozo seco sentirán cuando se vean solas en su torre sin ventanas. Tal vez sea entonces cuando empiecen a gritar a los vecinos.
Desde que me mudé a la planta baja me proporciono vistas asomándome a las ventanas de las redes sociales. La vida de otros, las sonrisas a cámara, los paisajes ajenos, los abrazos. También los planes que avanzan. Los propósitos cumplidos, las letras que no son mías, las cubiertas de libros que no leeré pero que envidio. No soy capaz. ¿Cómo lo hacen los demás? ¿Levantan la mano para pedir ayuda? ¿No la necesitan? A mí se me están borrando las manos, tengo tres canas nuevas y el mismo deseo viejo que se ha corrompido en el pecho. Me siento como la vieja loca, atrapada y con el único desahogo de aullar palabras apestosas como tomates podridos.