martes, 10 de octubre de 2017

La mujer incompleta. Dientes

He soñado que me quedaba sin dientes, sin ninguno. Pero no los perdía a causa de una piorrea repentina, onírica e indolora, no. He soñado que tenía que acudir a un dentista por alguna molestia y que el odontólogo en cuestión me recomendaba un tratamiento de choque porque lo que me pasaba no se podía arreglar con medidas tibias. Era muy serio, el de la bata, y tenía ese aspecto respetable que otorgamos en nuestra sociedad a los hombres con profesiones liberales y responsabilidad. Era uno de esos hombres a los que les han hecho ver desde pequeños que sí que pueden mandar, que sí que pueden llegar lejos y que sus decisiones no serán cuestionadas. Y yo, hija pobre del patriarcado, no le he cuestionado, claro. Así que en sueños también he sido obediente y he abierto la boca y me he dejado hacer. Me ha arrancado todas mis piezas, una a una. Al principio, el dentista se parecía un poco a Richard Gere, aunque después de coger un tipo de alicates ha cambiado de raza. De golpe tenía el pelo negro alborotado separado en dos mitades, parecidas a matas de tomillo reseco, y un bigotito sobre el labio superior. Cuando me ha pedido que abriera más la boca he caído en la cuenta de que era exactamente igual al protagonista de la película coreana "Old boy". 
No era delicado, casi podría decir que la objetividad y la profesionalidad del principio habían dado paso a una especie de resentimiento amargo y poderoso que le llevaban a actuar con una gran eficacia y rapidez. No sentía demasiado dolor, aunque era consciente de cada una de las extracciones. De las treinta y dos. 
Cuando mi dentista coreano ha acabado, exhausto más por la excitación del proceso que por el esfuerzo físico, me he mirado al espejo y he sonreído con mis encías ensangrentadas. He sentido una mezcla de repugnancia y fascinación. Más o menos lo mismo que sentí cuando vi aquella película. Me he pasado el dedo por la superficie irregular y dañada y he notado lo mismo que siento cuando toco la carne de cerdo pegada al hueso que uso para cocinar el arroz rico y barato que me enseñó a cocinar mi abuela. Acolchada y muerta. He cogido un trozo de papel de lavabo y me he limpiado el dedo índice de la sangre rosada que me salía de los huecos aún abiertos. Le he dado las gracias al dentista, que, a su vez, se limpiaba varios salpicones de sangre algo más oscura de la ojera derecha, y me he ido tan contenta a pagar la factura. En realidad me habían ofrecido un cómodo pago en veinticuatro mensualidades que mi banco había tenido a bien aceptar.
En el sueño, seguía haciendo mi vida normal (todo lo normal que puede llegar a ser mi vida) a la vez que me iba acostumbrando a no tener dientes. Me daba un poco de rabia no poder comerme el bocadillo de fuet de los jueves, pero sabía que era un mal menor y que había ganado en tranquilidad después de la radical intervención de mi dentista coreano. Ya no tenía que preocuparme por la molestia que me llevó a su consulta, había conseguido arrancar de raíz mi problema. O quizá lo habían arrancado por mí, aunque tampoco importaba demasiado. 

Al final, mis encías se endurecían y podía volver a comer bocadillos de fuet.