sábado, 25 de noviembre de 2017

Yo también te creo

Sé que de nada sirve que escriba un texto a modo de confesión para mandar ese mensaje que he estado leyendo y escuchando en los medios y en las redes estos días. Yo te creo. Lo haré de todos modos, sobre todo para entender por qué la creo. 
Claro que la creo. Deberíamos creerla todos. Pero no es así y esa desconfianza que nos llega a través de pantallas en las que gastan ese tiempo que llaman de oro en ofrecer desinformaciones y prejuicios, no hace más que insistir en ese circuito mental cerrado en el que la mujer nunca es inocente. No lo es desde que una tal Eva nos convirtió, a todas las que recibimos, aun no queriéndola, la estupenda herencia de la moral judeocristiana, en pecadoras que cargan no sólo con su propia culpa, sino también con la de un tal Adán, un joven débil, influenciable y, por qué no decirlo, cobarde.
Mi familia no es religiosa, quizá mi abuela observa ciertas costumbres y ritos de manera más supersticiosa que consciente. Cocina garbanzos con bacalao en Semana Santa y acaba sus deseos con un “si dios quiere”. Creo que poco más. Ahí se acaba mi religiosidad familiar.
Pero esa herencia va por dentro, como la procesión del dicho. Y mi madre heredó el temor al placer y la libertad y lo convirtió en una especie de misoandria basada en el miedo y la  certeza de la obsesión por el sexo y el desprecio por las mujeres que sienten los hombres. Logró que creyera que solo buscarían en mí el placer y generó una especie de rechazo y temor. Y una necesidad fatídica: tienes que estar enamorada para estar con alguien. Creo que por eso me enamoraba cada cinco minutos durante mi adolescencia.
Mi madre, cuando empecé a dejar de ser una cría, comenzó a prevenirme contra los chicos. Creo que tenía una frase favorita: “los hombres tienen un coño en la frente”. La usaba cuando quería asegurarse de que no me iba a dejar magrear por ningún chaval. Yo la escuchaba desde la tabula rasa de la inocencia, sobre la que cualquier dedo deja su huella al mínimo roce. La había escuchado tantas veces que formaba parte de mí. La escuché incluso antes de poder entender el sentido completo con el que la usaba mi madre. Ni siquiera había besado a un chico pero era capaz de imaginar a los hombres, todos dentro de esa generalización, como una especie de animal mitológico que, en vez de un cuerno blanco en la frente, tenía una abertura frontal tibia y carnosa, de color rosado, un poco más arriba del lugar en el que el cíclope tiene su ojo. La entrada a una cueva mágica, tan valiosa como para llevarla en ese sitio tan poco disimulable. 
Nunca se la planteé a mi madre, pero por aquella época me nació una duda que aún no he resuelto: se me ocurrió pensar que si las mujeres tuviéramos los genitales en la frente, expuestos, orgullosos, al aire, no tendríamos tantos problemas sólo por ser mujeres. Si fuéramos nosotras las que tuviéramos el coño en la frente, en sentido literal, si no fuera algo tan íntimo e interno, tan difícil de comprender para los que no tienen uno porque crece hacia dentro como las raíces de un árbol, como el cuerpo sumergido de un enorme iceberg, quizá si así hubiera decidido la naturaleza que fueran nuestros genitales, podríamos habernos ahorrado la censura y el pudor y pasearíamos orgullosas de nuestro coño, de su tamaño y otros atributos, como sucede con la genitalidad masculina. Así, “Qué par de cojones” podría tener su equivalencia femenina (con mismo sentido connotativo, que equivalencias hay muchas pero no siempre positivas, solo hay que pensar en zorro/zorra o, si nos ajustamos al ámbito de los genitales, ser la polla/ser un coñazo). “Qué coño tiene”. ¿Soy sólo yo la que no puede escribir o leer esa frase sin pensar en sexo, en placer, en el misterio del atractivo de la Presley? 
Sospecho que el hombre se ha podido sentir intimidado por algo que despierta un deseo incontrolable, pero que resulta casi imposible de ver o visualizar. Una especie de fantasma que                                                        arrebata el control de uno mismo durante unos minutos. Sí, debe de acoñonar bastante. 
Empecé  a valorar la posibilidad de que mi madre tuviera razón pronto. En el momento en que me empezaron a sobar desconocidos en el bus cuando iba o volvía del colegio, con mi pichi gris, mis calcetines blancos hasta la pantorrilla y mi carpeta forrada con fotos de actores de series adolescentes apretada contra los pechos cónicos que me estaban naciendo dolorosamente por delante del corazón. Tetas como coraza acolchada. Incluso los más viejos me empezaron a decir cosas asquerosas por la calle. Me hicieron consciente del poder de mi coño antes de haber usado la boca para besar. Sabía que deseaban pellizcarme el culo, hacerme unas bragas de saliva (este gran “piropo” me marcó mucho en su momento). Me hicieron sentir entre asqueada y peligrosa. Yo era como la espuela que volvía loco al potro. Con coletas y uniforme de colegio, pero espuela. También empecé a sentirme en riesgo solo por existir.
A mí no me han violado y no sé cómo reaccionaría, aunque sí sé lo que nos hemos dicho a veces entre amigas, que si nos pasara algo así ni pestañearíamos, que la resistencia provoca, que puede llevar a mayor sufrimiento, que si te quedas en modo muñeca sexual hiperrealista (que las hay), la pesadilla puede durar menos. Pero resulta que estos días estamos viendo que si haces eso un juez sospechará de ti, pensará que eres una mentirosa, loca, resentida e histérica. O sea, si lo entiendo bien, si te violan, ya puestos, mejor que te partan el labio y sufras un par de desgarros para reforzar tu verdad. 
A mí no me han violado nunca, pero me he cruzado con exhibicionistas en una calle de madrugada, se han masturbado a mi lado pidiéndome un beso en medio de un local nocturno (local con licencia solo para servir copas). Me siguió un chico de veintitantos años día tras día durante un tiempo largo cuando tenía doce años y no me atreví a decir en casa lo que me pasaba; me lo encontraba a diario en la parada del autobús que me llevaba al colegio. Hacía muy poco que me dejaban ir sola y sabía que si lo contaba mi madre volvería a acompañarme; no quería eso, y tampoco sabía por qué me seguía ese tipo con pinta rara. No tenía clara la amenaza. Al final, una mujer del barrio se lo contó a mis padres y mi tío estuvo días buscando al tipo y menos mal que no lo encontró. Se lo tragó la tierra. Una noche, un taxista me dijo, mientras buscaba el dinero en el monedero para pagarle la carrera, que si me llevaba al final de la calle sin salida en la que vivía nadie se enteraría de lo que me hacía. Se han pegado a mí en el metro de tal manera que llegaba a preguntarme si se habían untado con superglue antes de salir de casa. Me han pedido la hora por la calle y al responder “las cuatro y cuarto” me he percatado de que el tipo tenía la polla fuera y se la estaba masajeando. Me han besado en una discoteca sin mediar palabra, me han tocado las tetas sin mediar palabra en una discoteca, me han insultado cuando he pedido que me dejaran en paz también en una discoteca. He escuchado piropos que podrían ser recogidos en un libro titulado La náusea, me he bajado de un taxi (de otros diferentes al mencionado arriba) antes de mi destino por no poder soportar más la mirada del conductor o sus comentarios, he cruzado de acera por si acaso, he mirado hacia atrás para salir de dudas. También he acelerado el paso al sentir que algo no iba bien, y una vez no lo fue y un hombre me alcanzó y tapó la boca y me metió la mano por todos sitios y me soltó de manera repentina gracias a alguna presencia que me ahorró algo más grave. Ese día volvía a casa del instituto y tampoco dije nada a nadie. Sí más tarde, a alguna amiga, pero no a mis padres, no querían que se preocuparan más cuando salía por ahí a divertirme. Recibí llamadas de un acosador anónimo cuando aún no existían los móviles y descolgaba el teléfono fijo mi madre. Duraron casi un año. He tenido que repetir el no en más de una ocasión.
Releo lo anterior y me apeno porque aún hay más cosas, pero no caben en un párrafo y muchas ni las conté porque era tan habituales, tan normales. ¿De verdad son normales? Me apeno porque tengo una hija de cuatro años que en poco tiempo empezará a vivir este tipo de situaciones. Quiero creer que para entonces ya no pasarán estas cosas, pero no puedo creerlo. A la chica que se cruzó con la manada sí la creo, pero me cuesta más dar por hecho que la sociedad, los medios, la publicidad, el cine, los libros de texto, los padres, los jueces, los hombres... van a dejar de enseñarnos que tenemos la culpa de lo que nos pasa. ¿Por qué vas sola por la calle? ¿Por qué ibais sólo dos chicas? ¿Por qué le sonreíste si no pensabas follar con él? (También le sonrío a mi vecina de al lado y no creo que por eso piense que quiero acostarme con ella). 
Mi madre siempre me decía que los tíos no entienden nada, que no puedes darles coba porque entonces ya se creen con derecho a meterte la mano o lo que les apetezca donde deseen. Yo pienso que exageraba, que este era otro de sus muchos miedos. Pero ¿y si no, y si algo de razón tenía?
Yo no quiero tener que decirle lo mismo a mi hija. No quiero enseñarle que ser objeto de este tipo de violencia es normal. No quiero ser una madre que enseñe a tener miedo.